jueves, 29 de diciembre de 2011

LAS VIDAS DE JULIO

LAS NOTICIAS DE LA TELE 
Julio se encontraba muy cansado, el día había sido bastante duro en el trabajo. Los ojos le hervían. Decidió tumbarse en el sofá del salón un rato. Se quedó dormido. Despertó y miró el reloj. Dos horas. No había estado nada mal la siesta. Pensó que, antes de levantarse, le vendría bien ver unos minutos la televisión. El mando lo tenía sobre la mesa baja. Alargó el brazo y encendió el televisor. Los títulos del Telediario dieron paso a los presentadores. No podía creerlo. ¿Aún seguía soñando? Abrió y cerró los ojos varias veces. Pero, ahí estaban, hablando de las noticias de la jornada. El 1 llevaba una corbata de color claro con dibujitos que también parecían números. Explicaba lo que había sucedido hoy con la prima de riesgo. A su lado, el 2, rodeado su cuello de cisne por un collar de perlas, asentía y, de vez en cuando, apoyaba con un comentario la exposición de su compañero. No pudo incorporarse del sofá, ni dejar de prestar atención a las noticias. Euro, crisis, paro juvenil, Alemania, Europa. Más números volvieron a salir por la pantalla. Otros presentadores, los corresponsales, las personas anónimas de los reportajes. Todos eran números. El 1, el 2, el 3, el 4. Hasta el 9. Se fijó en la vestimenta, los pares llevaban ropas femeninas y los impares, masculinas. Se incorporó, atolondrado. Dio un par de vueltas por la casa y volvió al salón. Los números continuaban hablando en la tele. Se dirigió al ventanal y levantó las persianas para mirar hacia el exterior, hacia la calle. Las farolas le dejaron ver las escasas figuras que paseaban por la acera. El 3 y el 4, cogidos de la mano, iban calle arriba. Un 8 pequeño les precedía y no dejaba de saltar. Bajó la persiana, echó las cortinas y apagó la televisión. Miró sus manos, sus piernas, su cuerpo. Fue al espejo del baño y contempló su rostro, su piel. Era él, se reconocía. Corrió hacia el dormitorio y puso la radio. Las fusiones bancarias, la inflación, los países emergentes. Al buscar su mano el transistor sobre la mesilla, tropezó con la foto de su graduación que descansaba sobre ella. Cayó al suelo. Se agachó y, al recogerla, vio, con pavor, un joven 5 con birrete y toga que sonreía.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

MI BLOG ES A IMPACTO CERO

UNA INICIATIVA QUE NO DEBÉIS PASAR DE LARGO



¿Que valor tiene ser “carbon neutral” ?
Es el sueño de la ecología y es el medio para eliminar el dióxido de carbono que se produce.
¿Cómo? ¡Plantando árboles en el mundo!          
Reequilibra el CO2 producido por tu blog (o sitio): ¡Participa!Planta un árbol de forma gratuita y convierte tu blog en “carbon neutral”          
"Mi blog es de carbono neutral" es una iniciativa que tiene como objetivo el de anular las emisiones de dióxido de carbono. Nosotros plantaremos un árbol para anular la




producción de dióxido de carbono que produce tu blog, de esa manera las emisiones quedarán anuladas por un tiempo correspondiente a 50 años!          
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Nuestro trabajo es el de transformar los catálogos de papel en catálogos digitales, lo cual sirve para ahorrar papel y para acabar con la deforestación. El objetivo con este proyecto es el de plantar nuevos árboles.

 

martes, 27 de diciembre de 2011

MIS LECTURAS Y MÁS COSITAS

Quiero recomendaros que os paséis por el blog MIS LECTURAS Y MÁS COSITAS. En el poco tiempo que llevo en este mundo bloguero es uno de los que más me ha llamado la atención desde el principio. Sus comentarios sobre los libros que ha leído, la poesía escogida y... muchas más cositas. Enhorabuena por tu blog, Margari. ¡No dejéis de pinchar en el enlace!

viernes, 23 de diciembre de 2011

LAS VIDAS DE JULIO

¡FELIZ NAVIDAD!

De las ramas de los árboles cuelgan bolas navideñas de diversos colores. También cuelgan multitud de botas rojas, de Papá Noel. Estrellas, brillantes, de diferentes tamaños, coronan sus copas. Y están iluminados por un sinfín de variopintas luces que se encienden y se apagan alternativamente. La calle está ocupada, únicamente,  por muñecos de nieve. Pequeños, medianos, grandes. Julio juraría que aquel camión lo conduce un muñeco helado. Sí, distingue perfectamente su nariz de zanahoria, su bufanda rodeando el cuello, bueno, más que el cuello la unión entre la enorme bola nevada que forma su cuerpo y la más pequeña, mucho más pequeña, que quiere ser su cabeza, tocada por un sombrero de copa. Dos botones negros hacen de ojos y un alargado gajo de naranja dibuja una sonrisa. Mire donde mire, al coche que acaba de aparcar a su lado, al frutero, a la señora que está a punto de cruzar la calle en cuanto el semáforo cambie de color, no ve a ninguna persona como él, de carne y hueso. Acaba de saludarle el vecino del quinto, se acaban de cruzar y lo ha conocido por la voz, una voz inconfundible, de tenor. También es un muñeco de nieve. Los villancicos inundan el viciado aire de la ciudad, de los portales entran y salen monigotes blancos tocando de mejor o peor manera navideñas panderetas, las verticales de los edificios se llenan de trepadores Reyes Magos. Sabe por qué él es el único. Y también sabe que no tardará mucho en sentir sus dedos helados, en notar que su cuerpo irá también helándose, y ensanchándose, poco a poco. Y sus ojos azules irán tiñéndose de un color negro uniforme. Redondeándose. Ya está aquí. La nariz se va afilando, hacia el frente. Sus ojos pueden ver ya su color zanahoria y su tacto reconoce la rugosidad de su piel. Se abandona, nunca podrá ganar esta batalla. Y decide, de nuevo, disfrutar de esta epidemia que, un año más, conquista la ciudad.

jueves, 15 de diciembre de 2011

LAS VIDAS DE JULIO

HACIA EL AZUL

El sol le obligó a desviar la vista sobre las gastadas losetas de la acera. Terminaba de despuntar por el edificio del final de la avenida y sus ojos no pudieron soportarlo. Buscó las gafas de cristal oscuro en su bolso. Antes de colocárselas contempló todo el cielo que le dejaba ver la ciudad. Azul, sin una nube que lo alterase. Se puso las gafas y una mínima gota de agua alteró la visión de su ojo izquierdo. Pensó que algún vecino descuidado regaba sus plantas sin reparar en los que a esas horas de la mañana buscaban el transporte que les llevase a sus trabajos. Como él. Agarró las gafas entre las manos, quitándoselas, y levantó la vista hacia las ventanas. Vio a la mujer que colocaba una tela de color negro sobre el alféizar de la ventana y vio cómo una  ráfaga de viento la hacía ondear. Mientras secaba el cristal de su gafa comenzó a notar que las gotas iban en aumento hasta convertirse en una fina lluvia. Ni una nube cubría el azul celeste. Aparecieron en las ventanas de la avenida más telas negras. A un lado y a otro. Mujeres con semblante grave las colocaban y desparecían. La lluvia arreció a la vez que su confusión. Fue cuando la pareja apareció en la acera. Acababan de doblar la esquina bastantes metros más allá. Él, sujetaba con fuerza la mano de ella. No pudo distinguir bien sus rostros, pero el de ella lo estremeció. Al ir acercándose consiguió ver con mayor nitidez las lágrimas que mojaban las mejillas de ella y que se mezclaban con las gotas de lluvia. El autobús aparcó en la parada. Era su línea. Apretó el paso. Ellos también. Se encontraron bajo la marquesina. La desafiante mirada del hombre le hizo volver la vista hacia la de la mujer, hacia los ojos que buscaban las telas negras prendidas en las ventanas. Ocurrió todo en un instante. El hombre subió al autobús, ella se desprendió de su mano y puso el pie sobre el peldaño, Julio, detrás, la agarró de la cintura y la devolvió a la acera. El autobús cerró las puertas y emprendió la marcha.  La desafiante mirada del hombre se perdió tras el cristal, avenida arriba. La mujer miró a Julio, sonrió y dirigió la vista de nuevo hacia las negras telas que se desprendían de los alféizares elevándose hasta desaparecer en el azul. La lluvia cesó. Ella se perdió por la esquina que cortaba la avenida. Julio miró el panel de la parada del autobús. En cinco minutos vendría el siguiente. Se sentó a esperarlo.

sábado, 10 de diciembre de 2011

LAS VIDAS DE JULIO

HOY, 10 DE DICIEMBRE, DÍA DE LOS DERECHOS HUMANOS

Julio subió al autobús. Le extrañó ser el único viajero. Todos los días, a esas horas, se encontraba con la chica rubia y muy delgada del auricular blanco en su oreja derecha, con el chico de la cazadora marrón que no la quitaba ojo de encima o con la madre y la hija que, sentada a su lado, recostaba la cabeza sobre su hombro hasta que se quedaba dormida. Sin embargo, esta mañana, cuando el autobús arrancó, él era el único viajero. Le gustaba sentarse en los asientos del final. En las dos primeras paradas tampoco subió nadie. En la tercera, el autobús abrió las puertas y vio cómo subía un niño, de unos nueve años, abrigado por unos sucios andrajos. Una piel aún más sucia recubría, aunque apenas ocultaba, su esquelético rostro. Se colocó en los primeros asientos. El autobús paró de nuevo para dejar subir a una mujer completamente vestida de negro. Incluso la cabeza la llevaba oculta por una capucha negra que no dejaba ver sus facciones, ni sus ojos, ni un centímetro de su piel. Se acomodó al lado del niño. Julio miró a través de la ventanilla a la gente que se dirigía por las aceras, con rutinaria normalidad, a sus trabajos. Una sensación de angustia se fue apoderando de él. El siguiente en subir fue un hombre al que una mordaza aprisionaba la boca. Advirtió que una gruesa cuerda unía sus muñecas. Se sentó al lado del niño y de la mujer. Julio miró para otro lado. Instantes después, pulsó el timbre. Al estacionarse el autobús en la siguiente parada, con sigilo, se apeó de él. Y se perdió entre la gente que poblaba las aceras.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

LAS VIDAS DE JULIO

ESTACIÓN DE CERCANÍAS
Acelera el paso mientras el sonido del tren se acerca a la estación. El andén está repleto. Las puertas se abren y nadie sube. "¿Qué pasa? Están hoy sin ganas de ir a trabajar, por lo que veo. ¡Perdón, perdón!” La chica de cabellos rizados se mueve hacia un lado para dejarlo pasar. “¡Qué mirada tan rara me ha echado! Pues el vagón no va tan lleno como para que se esperen al siguiente tren. Y no suben… ¡Ellos sabrán!” Sortea brazos conectados a variados aparatos electrónicos (móviles, tabletas, libros electrónicos) y se coloca frente a un hombre que está sentado manejando los dedos a velocidad supersónica sobre la brillante pantalla. El tren se pone en marcha. Echa un vistazo a su alrededor. “Hoy debe de ser el día de la electrónica, creo que soy el único que no va jugando con un cacharrito de esos. ¡Joder!, cómo les brilla la piel, parece que cada poro es un led”. El hombre sentado enfrente de él va perdiendo color. Julio se frota los ojos. “Cada día me lloran más por la mañana”. No son sus ojos, es ese hombre que, por momentos, parece que se evapora, desaparece, aparece y, por fin, el asiento se queda vacío. “¿Nadie se mosquea? ¿Solo lo he visto yo?” Los demás siguen atentos a sus pantallas: una película, un video-clip, las palabras finales de un último capítulo. No sabe qué hacer. Se sienta. El silencio del vagón se convierte por momentos en un guirigay que no alcanza a comprender. Los mira y ve que ni siquiera abren la boca, están todos callados. Los gritos, cada vez más desesperados, siguen llegando a sus oídos. Entonces, ellos, se apagan, se encienden, desaparecen, aparecen y, por fin, se ve sentado entre las vías del tren mientras la multitud congregada en el andén le chilla. Una potente luz se acerca hacia él. De un salto, se pone en pie y atraviesa las vías. Y, de otro, se arroja sobre el pavimento del andén. Tumbado, boca arriba, mira al techo mientras el tren se detiene en la estación.

viernes, 2 de diciembre de 2011

LA ROSA ROJA

LA ROSA ROJA  


Colocó con cuidado el bote de mermelada de frambuesa en la parte derecha de la nevera, en la bandeja donde ella sabría encontrarlo. Cerró despacio, para no hacer ruido, aunque sabía que estaba solo en casa y nadie podría oírle. Como todas las mañanas de martes desde hace… ¿cinco años? Sí, ¡cinco años! Ayer hizo cinco años del primer martes. Y no había comprado la rosa que, desde el primer aniversario, colocaba en el jarroncito de la entrada, sobre la repisa de cristal ahumado del mueble, con ese horrible espejo, del recibidor. ¿Cómo he podido olvidarme? Miró el reloj. Las once y media. Se tranquilizó. Aún disponía de dos horas hasta que ella llegase. Bajó a la floristería, dos calles más arriba, camino de la Gran Avenida. Recordó lo nervioso que entró a la tienda aquel día pensando que estaba demasiado cerca de la casa, y que el dependiente podría incluso vivir en el mismo edificio. O quizá en la puerta de al lado. Nunca había coincidido con el vecino de la puerta de al lado. Pero ya era demasiado tarde, se encontraba allí, enfrente del mostrador, comprando una rosa roja.
-¿Quiere acompañar la flor con algún mensaje? Tenemos unos sobres preciosos.
-No, gracias, muchas gracias.
Tres años más repitió el mismo paseo. Y hoy, a punto había estado de no ser así.
- Aquí tiene, su rosa.
-Gracias, muchas gracias. Hasta el año que viene.
-Hasta el año que viene.
Subió las escaleras aprisa. Le pesaban los escalones y debía aguardar a recuperar el resuello en cada descansillo. El ascensor se lo había prohibido. Por si alguna vecina preguntaba más de la cuenta.
-Qué rosa tan bonita. Está enamorado ¿Verdad?
Desde el segundo piso le había acompañado la imagen de aquella mañana. Subía al quinto piso para entregar una carta certificada. Llegó al cuarto rellano y se cruzó con sus ojos.
-Buenos días.
No pudo responder, solo pudo mirarla un momento y continuó subiendo los peldaños. Debieron de ser dos o tres segundos, poco más, pero suficientes para que su mirada ya nunca se despegase de él. Llamó al timbre del Quinto Derecha mientras oía cómo se cerraba la puerta del Cuarto. Escuchó el sonido de las dos vueltas de la llave en la cerradura y contempló los gruesos cables moviéndose en paralelo, en sentidos opuestos, trémulos pero severos, a través de las barrocas rejas que guardaban el hueco del ascensor.
Le resulto fácil hacerse con un juego de llaves. Llevaba unos meses repartiendo en aquella finca y había hecho amistad con el portero al que, en alguna ocasión, le guardaba el garito mientras este le hacía algún recado urgente al vecino del Segundo Derecha. Siempre el vecino del Segundo Derecha. No en vano era el rico de la comunidad y había que asegurarse sus buenas propinas de fin de mes. Dejó la marca de las llaves sobre la masilla y las introdujo de nuevo en el cajetín del Cuarto Izquierda.
El martes de la siguiente semana llegó al portal y lo encontró cerrado. Ni rastro del portero. Llamó al Automático, llevaba una carta certificada para el Primero Derecha. Al pasar junto a las acristaladas puertas del habitáculo del portero vio que estaban cerradas y que no proyectaba ninguna luz desde su interior. Entregó la carta en el Primero y siguió subiendo las escaleras.
Cerró la puerta. Muy despacio. En lo primero que se fijó fue en aquel horroroso espejo del recibidor. Se adentró, como si de una frondosa selva se tratase, rastreando cada milímetro del enmaderado suelo, como si temiese que cualquier mínimo traspié lo hiciese caer en alguna escondida trampa. Sigiloso, atravesó bajo el marco del salón. Sus manos rastreaban, a la vez que sus ojos, palmo a palmo, hasta el más recóndito hueco. Aquí dos libros, dos tomos de cualquier obra literaria. Más allá una mesita sobre la que descansaba el teléfono que comenzaba a emitir una agradable melodía. Hizo ademán de descolgarlo, pero frenó su mano en seco. No podía cometer ningún error. No podía ser descubierto. De pronto, sus músculos recobraron su natural relajación. No soy un ladrón, yo no he entrado aquí a robar nada. Era cierto, él solo quería disfrutar del mismo espacio del que ella era dueña. No abandonó la cautela de sus movimientos, aunque ese pensamiento le  liberó de las ataduras con las que había entrado en la casa.
Abrió la puerta de la habitación. Nunca había estado dentro de aquella casa, pero sabía perfectamente que detrás de aquella puerta cerrada estaba el dormitorio de ella. Se sentó en el orejero que separaba la mesilla del sinuoso espejo y abrió el segundo cajón. Sacó un pequeño álbum de fotos y comenzó a ojearlo. Estaba sentada sobre la recortada hierba del parque, sonriente, mirando fijamente al objetivo de la cámara. Fue hecha hace diez años, cuando llegó a la ciudad. Eso leía en el pie de la foto: “Mi primera imagen nada más llegar aquí, me dijiste que me sentase sobre el verde y que te sonriese”. Contempló las demás fotos, hasta diez. Y guardó en su sitio el álbum. Se recostó sobre la cama, dejándose transportar por su olor. Bajó la colcha hasta dejar al descubierto la almohada y se abandonó sobre ella. No contó el tiempo.
Volvió de nuevo a la calle y se encaminó hacia la Oficina de Correos, mientras la imperceptible lluvia le refrescaba el rostro.
Todavía disponía de una hora. Cogió el jarrón y lo llenó de agua hasta la mitad. Cerró el grifo de la cocina. Volvió sobre sus pasos para eliminar ese molesto goteo. Depositó el jarrón sobre la repisa e introdujo la rosa. La colocó con esmero, para que resaltasen sus rojos pétalos, y se acercó a ella para inhalar su fresco perfume.  Un sonido le llamó la atención. Le pareció que provenía de la habitación, del dormitorio. El dormitorio cuya puerta dejó cerrada y que, ahora, por una mínima rendija dejaba entrever una esquina de la cama. Una esquina cubierta por la sábana, sin la colcha que la cubría. Porque él colocó la colcha. Dio los pasos necesarios para poder abrir la puerta de par en par. Era ella. Desnuda. Desnuda por completo. Y mirándole, mirándole fijamente, sin un mínimo pestañeo. Una mirada que esperaba la suya, que deseaba la suya. Y una piel que acariciaba la suya. Sintió su boca besar sus labios y sintió su cuerpo unirse al suyo. Y esta vez fue el tiempo el que no se dejó contar.
Abrió los ojos con lentitud, no deseaba abandonar la oscuridad tan pronto. Quería sentirla sin que ninguna imagen distrajese su olor, su tacto. La mano buscó su piel y solo encontró los suaves pliegues de la sábana. Estaba solo. Desnudo y solo sobre la cama. Aunque su aroma diseminaba la imagen de ella por la habitación. Se incorporó, se vistió despacio y la buscó por la casa, sereno, sabiendo que aunque no la encontrase estaba con él. Pero no había nadie más entre aquellas paredes. Regresó  al dormitorio y, entonces, su semblante reflejó la confusión por lo que estaba contemplando: Los tabiques aparecían con la pintura  estropeada, agrietada; de las cuatro esquinas del techo colgaban sendas telas de araña; la lámpara de tres brazos que colgaba del centro de la habitación se había convertido en una bombilla enroscada a su amarillento casquillo. Y no había un solo mueble sobre el estropeado suelo de parquet.
Salió al pasillo y a cada paso que daba subía hacía sus oídos un sordo crujir de madera. Toda la casa estaba sumida en el más profundo abandono. Ningún cuadro, ninguna lámpara, ninguna cortina, ningún mueble la adornaba. El fuerte olor a humedad saturaba su nariz. Y entró en la cocina. Fue cuando vio los ¿doscientos?, ¿trescientos? botes de color fucsia que, cuidadosamente ordenados, formaban una perfecta torre en un rincón. Ningún electrodoméstico. Tampoco ningún mueble ocupaba la estancia. Solo un grifo que dejaba caer, acompasadamente, una gota que rebotaba en el sucio suelo. Se acercó y apretó el grifo hasta que dejó de caer el agua. Observó una de las etiquetas que decoraban los botes. “Mermelada de frambuesa”. No continuó leyendo.
Su cara ya no indicaba el estado de ánimo en el que se encontraba, usaba una expresión indiferente, parecía que también se hubiese despojado de los muebles, las cortinas, las lámparas o las paredes coloreadas por alegres pinturas. Lo último que vio, antes de salir, fueron cinco rosas rojas sobre un charco de agua en el suelo del recibidor, al lado de la pared; secas, salvo una, reluciente, con los pétalos rojos abiertos y rebosantes de color.
Esperó en el descansillo a que llegase el ascensor, bajó los cinco pisos con la mirada vacía. Salió del ascensor. Instintivamente buscó las acristaladas puertas, luego, el cajetín de las llaves. Y solo vio mármol recubriendo las paredes. Dejó caer las llaves al suelo. Abrió la puerta y se encaminó hacia la Oficina de Correos, mientras la imperceptible lluvia le refrescaba el rostro. 

Irma o esa persistente calle de París