HACIA
EL AZUL
El sol le obligó a desviar la vista
sobre las gastadas losetas de la acera. Terminaba de despuntar por el edificio
del final de la avenida y sus ojos no pudieron soportarlo. Buscó las gafas de
cristal oscuro en su bolso. Antes de colocárselas contempló todo el cielo que
le dejaba ver la ciudad. Azul, sin una nube que lo alterase. Se puso las gafas
y una mínima gota de agua alteró la visión de su ojo izquierdo. Pensó que algún
vecino descuidado regaba sus plantas sin reparar en los que a esas horas de la
mañana buscaban el transporte que les llevase a sus trabajos. Como él. Agarró
las gafas entre las manos, quitándoselas, y levantó la vista hacia las
ventanas. Vio a la mujer que colocaba una tela de color negro sobre el alféizar
de la ventana y vio cómo una ráfaga de
viento la hacía ondear. Mientras secaba el cristal de su gafa comenzó a notar
que las gotas iban en aumento hasta convertirse en una fina lluvia. Ni una nube
cubría el azul celeste. Aparecieron en las ventanas de la avenida más telas
negras. A un lado y a otro. Mujeres con semblante grave las colocaban y
desparecían. La lluvia arreció a la vez que su confusión. Fue cuando la pareja apareció
en la acera. Acababan de doblar la esquina bastantes metros más allá. Él,
sujetaba con fuerza la mano de ella. No pudo distinguir bien sus rostros, pero
el de ella lo estremeció. Al ir acercándose consiguió ver con mayor nitidez las
lágrimas que mojaban las mejillas de ella y que se mezclaban con las gotas de
lluvia. El autobús aparcó en la parada. Era su línea. Apretó el paso. Ellos
también. Se encontraron bajo la marquesina. La desafiante mirada del hombre le
hizo volver la vista hacia la de la mujer, hacia los ojos que buscaban las telas
negras prendidas en las ventanas. Ocurrió todo en un instante. El hombre subió
al autobús, ella se desprendió de su mano y puso el pie sobre el peldaño,
Julio, detrás, la agarró de la cintura y la devolvió a la acera. El autobús
cerró las puertas y emprendió la marcha.
La desafiante mirada del hombre se perdió tras el cristal, avenida
arriba. La mujer miró a Julio, sonrió y dirigió la vista de nuevo hacia las
negras telas que se desprendían de los alféizares elevándose hasta desaparecer
en el azul. La lluvia cesó. Ella se perdió por la esquina que cortaba la
avenida. Julio miró el panel de la parada del autobús. En cinco minutos vendría
el siguiente. Se sentó a esperarlo.
Hasta ahora, la mejor de las historias de Julio. Ojalá todos fuéramos Julio.
ResponderEliminarY ojalá Julio siempre fuese así. Mejor, ojalá que Julio nunca tuviese la oportunidad de ser ejemplar por este motivo. Pero, por desgracia, todavía hacen falta unos cuantos Julios.
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