viernes, 2 de diciembre de 2011

LA ROSA ROJA

LA ROSA ROJA  


Colocó con cuidado el bote de mermelada de frambuesa en la parte derecha de la nevera, en la bandeja donde ella sabría encontrarlo. Cerró despacio, para no hacer ruido, aunque sabía que estaba solo en casa y nadie podría oírle. Como todas las mañanas de martes desde hace… ¿cinco años? Sí, ¡cinco años! Ayer hizo cinco años del primer martes. Y no había comprado la rosa que, desde el primer aniversario, colocaba en el jarroncito de la entrada, sobre la repisa de cristal ahumado del mueble, con ese horrible espejo, del recibidor. ¿Cómo he podido olvidarme? Miró el reloj. Las once y media. Se tranquilizó. Aún disponía de dos horas hasta que ella llegase. Bajó a la floristería, dos calles más arriba, camino de la Gran Avenida. Recordó lo nervioso que entró a la tienda aquel día pensando que estaba demasiado cerca de la casa, y que el dependiente podría incluso vivir en el mismo edificio. O quizá en la puerta de al lado. Nunca había coincidido con el vecino de la puerta de al lado. Pero ya era demasiado tarde, se encontraba allí, enfrente del mostrador, comprando una rosa roja.
-¿Quiere acompañar la flor con algún mensaje? Tenemos unos sobres preciosos.
-No, gracias, muchas gracias.
Tres años más repitió el mismo paseo. Y hoy, a punto había estado de no ser así.
- Aquí tiene, su rosa.
-Gracias, muchas gracias. Hasta el año que viene.
-Hasta el año que viene.
Subió las escaleras aprisa. Le pesaban los escalones y debía aguardar a recuperar el resuello en cada descansillo. El ascensor se lo había prohibido. Por si alguna vecina preguntaba más de la cuenta.
-Qué rosa tan bonita. Está enamorado ¿Verdad?
Desde el segundo piso le había acompañado la imagen de aquella mañana. Subía al quinto piso para entregar una carta certificada. Llegó al cuarto rellano y se cruzó con sus ojos.
-Buenos días.
No pudo responder, solo pudo mirarla un momento y continuó subiendo los peldaños. Debieron de ser dos o tres segundos, poco más, pero suficientes para que su mirada ya nunca se despegase de él. Llamó al timbre del Quinto Derecha mientras oía cómo se cerraba la puerta del Cuarto. Escuchó el sonido de las dos vueltas de la llave en la cerradura y contempló los gruesos cables moviéndose en paralelo, en sentidos opuestos, trémulos pero severos, a través de las barrocas rejas que guardaban el hueco del ascensor.
Le resulto fácil hacerse con un juego de llaves. Llevaba unos meses repartiendo en aquella finca y había hecho amistad con el portero al que, en alguna ocasión, le guardaba el garito mientras este le hacía algún recado urgente al vecino del Segundo Derecha. Siempre el vecino del Segundo Derecha. No en vano era el rico de la comunidad y había que asegurarse sus buenas propinas de fin de mes. Dejó la marca de las llaves sobre la masilla y las introdujo de nuevo en el cajetín del Cuarto Izquierda.
El martes de la siguiente semana llegó al portal y lo encontró cerrado. Ni rastro del portero. Llamó al Automático, llevaba una carta certificada para el Primero Derecha. Al pasar junto a las acristaladas puertas del habitáculo del portero vio que estaban cerradas y que no proyectaba ninguna luz desde su interior. Entregó la carta en el Primero y siguió subiendo las escaleras.
Cerró la puerta. Muy despacio. En lo primero que se fijó fue en aquel horroroso espejo del recibidor. Se adentró, como si de una frondosa selva se tratase, rastreando cada milímetro del enmaderado suelo, como si temiese que cualquier mínimo traspié lo hiciese caer en alguna escondida trampa. Sigiloso, atravesó bajo el marco del salón. Sus manos rastreaban, a la vez que sus ojos, palmo a palmo, hasta el más recóndito hueco. Aquí dos libros, dos tomos de cualquier obra literaria. Más allá una mesita sobre la que descansaba el teléfono que comenzaba a emitir una agradable melodía. Hizo ademán de descolgarlo, pero frenó su mano en seco. No podía cometer ningún error. No podía ser descubierto. De pronto, sus músculos recobraron su natural relajación. No soy un ladrón, yo no he entrado aquí a robar nada. Era cierto, él solo quería disfrutar del mismo espacio del que ella era dueña. No abandonó la cautela de sus movimientos, aunque ese pensamiento le  liberó de las ataduras con las que había entrado en la casa.
Abrió la puerta de la habitación. Nunca había estado dentro de aquella casa, pero sabía perfectamente que detrás de aquella puerta cerrada estaba el dormitorio de ella. Se sentó en el orejero que separaba la mesilla del sinuoso espejo y abrió el segundo cajón. Sacó un pequeño álbum de fotos y comenzó a ojearlo. Estaba sentada sobre la recortada hierba del parque, sonriente, mirando fijamente al objetivo de la cámara. Fue hecha hace diez años, cuando llegó a la ciudad. Eso leía en el pie de la foto: “Mi primera imagen nada más llegar aquí, me dijiste que me sentase sobre el verde y que te sonriese”. Contempló las demás fotos, hasta diez. Y guardó en su sitio el álbum. Se recostó sobre la cama, dejándose transportar por su olor. Bajó la colcha hasta dejar al descubierto la almohada y se abandonó sobre ella. No contó el tiempo.
Volvió de nuevo a la calle y se encaminó hacia la Oficina de Correos, mientras la imperceptible lluvia le refrescaba el rostro.
Todavía disponía de una hora. Cogió el jarrón y lo llenó de agua hasta la mitad. Cerró el grifo de la cocina. Volvió sobre sus pasos para eliminar ese molesto goteo. Depositó el jarrón sobre la repisa e introdujo la rosa. La colocó con esmero, para que resaltasen sus rojos pétalos, y se acercó a ella para inhalar su fresco perfume.  Un sonido le llamó la atención. Le pareció que provenía de la habitación, del dormitorio. El dormitorio cuya puerta dejó cerrada y que, ahora, por una mínima rendija dejaba entrever una esquina de la cama. Una esquina cubierta por la sábana, sin la colcha que la cubría. Porque él colocó la colcha. Dio los pasos necesarios para poder abrir la puerta de par en par. Era ella. Desnuda. Desnuda por completo. Y mirándole, mirándole fijamente, sin un mínimo pestañeo. Una mirada que esperaba la suya, que deseaba la suya. Y una piel que acariciaba la suya. Sintió su boca besar sus labios y sintió su cuerpo unirse al suyo. Y esta vez fue el tiempo el que no se dejó contar.
Abrió los ojos con lentitud, no deseaba abandonar la oscuridad tan pronto. Quería sentirla sin que ninguna imagen distrajese su olor, su tacto. La mano buscó su piel y solo encontró los suaves pliegues de la sábana. Estaba solo. Desnudo y solo sobre la cama. Aunque su aroma diseminaba la imagen de ella por la habitación. Se incorporó, se vistió despacio y la buscó por la casa, sereno, sabiendo que aunque no la encontrase estaba con él. Pero no había nadie más entre aquellas paredes. Regresó  al dormitorio y, entonces, su semblante reflejó la confusión por lo que estaba contemplando: Los tabiques aparecían con la pintura  estropeada, agrietada; de las cuatro esquinas del techo colgaban sendas telas de araña; la lámpara de tres brazos que colgaba del centro de la habitación se había convertido en una bombilla enroscada a su amarillento casquillo. Y no había un solo mueble sobre el estropeado suelo de parquet.
Salió al pasillo y a cada paso que daba subía hacía sus oídos un sordo crujir de madera. Toda la casa estaba sumida en el más profundo abandono. Ningún cuadro, ninguna lámpara, ninguna cortina, ningún mueble la adornaba. El fuerte olor a humedad saturaba su nariz. Y entró en la cocina. Fue cuando vio los ¿doscientos?, ¿trescientos? botes de color fucsia que, cuidadosamente ordenados, formaban una perfecta torre en un rincón. Ningún electrodoméstico. Tampoco ningún mueble ocupaba la estancia. Solo un grifo que dejaba caer, acompasadamente, una gota que rebotaba en el sucio suelo. Se acercó y apretó el grifo hasta que dejó de caer el agua. Observó una de las etiquetas que decoraban los botes. “Mermelada de frambuesa”. No continuó leyendo.
Su cara ya no indicaba el estado de ánimo en el que se encontraba, usaba una expresión indiferente, parecía que también se hubiese despojado de los muebles, las cortinas, las lámparas o las paredes coloreadas por alegres pinturas. Lo último que vio, antes de salir, fueron cinco rosas rojas sobre un charco de agua en el suelo del recibidor, al lado de la pared; secas, salvo una, reluciente, con los pétalos rojos abiertos y rebosantes de color.
Esperó en el descansillo a que llegase el ascensor, bajó los cinco pisos con la mirada vacía. Salió del ascensor. Instintivamente buscó las acristaladas puertas, luego, el cajetín de las llaves. Y solo vio mármol recubriendo las paredes. Dejó caer las llaves al suelo. Abrió la puerta y se encaminó hacia la Oficina de Correos, mientras la imperceptible lluvia le refrescaba el rostro. 

2 comentarios:

  1. ¡Inquietante imaginación la de tus protagonistas! Me quedo con la historia de Julio. Esta es demasiado laberíntica. ¡Uf!

    ResponderEliminar
  2. De vez en cuando hay que adentrarse en los laberintos para poder buscar una salida. El pobre Julio es tan simple... ¿O no?

    ResponderEliminar

Irma o esa persistente calle de París