LA ROSA ROJA
Colocó
con cuidado el bote de mermelada de frambuesa en la parte derecha de la nevera,
en la bandeja donde ella sabría encontrarlo. Cerró despacio, para no hacer
ruido, aunque sabía que estaba solo en casa y nadie podría oírle. Como todas
las mañanas de martes desde hace… ¿cinco años? Sí, ¡cinco años! Ayer hizo cinco
años del primer martes. Y no había comprado la rosa que, desde el primer
aniversario, colocaba en el jarroncito de la entrada, sobre la repisa de
cristal ahumado del mueble, con ese horrible espejo, del recibidor. ¿Cómo he
podido olvidarme? Miró el reloj. Las once y media. Se tranquilizó. Aún disponía
de dos horas hasta que ella llegase. Bajó a la floristería, dos calles más
arriba, camino de la Gran Avenida. Recordó lo nervioso que entró a la tienda aquel
día pensando que estaba demasiado cerca de la casa, y que el dependiente podría
incluso vivir en el mismo edificio. O quizá en la puerta de al lado. Nunca
había coincidido con el vecino de la puerta de al lado. Pero ya era demasiado
tarde, se encontraba allí, enfrente del mostrador, comprando una rosa roja.
-¿Quiere
acompañar la flor con algún mensaje? Tenemos unos sobres preciosos.
-No,
gracias, muchas gracias.
Tres
años más repitió el mismo paseo. Y hoy, a punto había estado de no ser así.
-
Aquí tiene, su rosa.
-Gracias,
muchas gracias. Hasta el año que viene.
-Hasta
el año que viene.
Subió
las escaleras aprisa. Le pesaban los escalones y debía aguardar a recuperar el
resuello en cada descansillo. El ascensor se lo había prohibido. Por si alguna
vecina preguntaba más de la cuenta.
-Qué
rosa tan bonita. Está enamorado ¿Verdad?
Desde
el segundo piso le había acompañado la imagen de aquella mañana. Subía al
quinto piso para entregar una carta certificada. Llegó al cuarto rellano y se
cruzó con sus ojos.
-Buenos
días.
No
pudo responder, solo pudo mirarla un momento y continuó subiendo los peldaños.
Debieron de ser dos o tres segundos, poco más, pero suficientes para que su
mirada ya nunca se despegase de él. Llamó al timbre del Quinto Derecha mientras
oía cómo se cerraba la puerta del Cuarto. Escuchó el sonido de las dos vueltas
de la llave en la cerradura y contempló los gruesos cables moviéndose en paralelo,
en sentidos opuestos, trémulos pero severos, a través de las barrocas rejas que
guardaban el hueco del ascensor.
Le
resulto fácil hacerse con un juego de llaves. Llevaba unos meses repartiendo en
aquella finca y había hecho amistad con el portero al que, en alguna ocasión,
le guardaba el garito mientras este le hacía algún recado urgente al vecino del
Segundo Derecha. Siempre el vecino del Segundo Derecha. No en vano era el rico
de la comunidad y había que asegurarse sus buenas propinas de fin de mes. Dejó
la marca de las llaves sobre la masilla y las introdujo de nuevo en el cajetín
del Cuarto Izquierda.
El
martes de la siguiente semana llegó al portal y lo encontró cerrado. Ni rastro
del portero. Llamó al Automático, llevaba una carta certificada para el Primero
Derecha. Al pasar junto a las acristaladas puertas del habitáculo del portero vio
que estaban cerradas y que no proyectaba ninguna luz desde su interior. Entregó
la carta en el Primero y siguió subiendo las escaleras.
Cerró
la puerta. Muy despacio. En lo primero que se fijó fue en aquel horroroso
espejo del recibidor. Se adentró, como si de una frondosa selva se tratase,
rastreando cada milímetro del enmaderado suelo, como si temiese que cualquier
mínimo traspié lo hiciese caer en alguna escondida trampa. Sigiloso, atravesó
bajo el marco del salón. Sus manos rastreaban, a la vez que sus ojos, palmo a
palmo, hasta el más recóndito hueco. Aquí dos libros, dos tomos de cualquier
obra literaria. Más allá una mesita sobre la que descansaba el teléfono que
comenzaba a emitir una agradable melodía. Hizo ademán de descolgarlo, pero
frenó su mano en seco. No podía cometer ningún error. No podía ser descubierto.
De pronto, sus músculos recobraron su natural relajación. No soy un ladrón, yo
no he entrado aquí a robar nada. Era cierto, él solo quería disfrutar del mismo
espacio del que ella era dueña. No abandonó la cautela de sus movimientos, aunque
ese pensamiento le liberó de las
ataduras con las que había entrado en la casa.
Abrió
la puerta de la habitación. Nunca había estado dentro de aquella casa, pero sabía
perfectamente que detrás de aquella puerta cerrada estaba el dormitorio de ella.
Se sentó en el orejero que separaba la mesilla del sinuoso espejo y abrió el
segundo cajón. Sacó un pequeño álbum de fotos y comenzó a ojearlo. Estaba
sentada sobre la recortada hierba del parque, sonriente, mirando fijamente al
objetivo de la cámara. Fue hecha hace diez años, cuando llegó a la ciudad. Eso
leía en el pie de la foto: “Mi primera imagen nada más llegar aquí, me dijiste
que me sentase sobre el verde y que te sonriese”. Contempló las demás fotos,
hasta diez. Y guardó en su sitio el álbum. Se recostó sobre la cama, dejándose
transportar por su olor. Bajó la colcha hasta dejar al descubierto la almohada
y se abandonó sobre ella. No contó el tiempo.
Volvió
de nuevo a la calle y se encaminó hacia la Oficina de Correos, mientras la
imperceptible lluvia le refrescaba el rostro.
Todavía
disponía de una hora. Cogió el jarrón y lo llenó de agua hasta la mitad. Cerró
el grifo de la cocina. Volvió sobre sus pasos para eliminar ese molesto goteo.
Depositó el jarrón sobre la repisa e introdujo la rosa. La colocó con esmero,
para que resaltasen sus rojos pétalos, y se acercó a ella para inhalar su
fresco perfume. Un sonido le llamó la
atención. Le pareció que provenía de la habitación, del dormitorio. El
dormitorio cuya puerta dejó cerrada y que, ahora, por una mínima rendija dejaba
entrever una esquina de la cama. Una esquina cubierta por la sábana, sin la
colcha que la cubría. Porque él colocó la colcha. Dio los pasos necesarios para
poder abrir la puerta de par en par. Era ella. Desnuda. Desnuda por completo. Y
mirándole, mirándole fijamente, sin un mínimo pestañeo. Una mirada que esperaba
la suya, que deseaba la suya. Y una piel que acariciaba la suya. Sintió su boca
besar sus labios y sintió su cuerpo unirse al suyo. Y esta vez fue el tiempo el
que no se dejó contar.
Abrió
los ojos con lentitud, no deseaba abandonar la oscuridad tan pronto. Quería
sentirla sin que ninguna imagen distrajese su olor, su tacto. La mano buscó su
piel y solo encontró los suaves pliegues de la sábana. Estaba solo. Desnudo y
solo sobre la cama. Aunque su aroma diseminaba la imagen de ella por la
habitación. Se incorporó, se vistió despacio y la buscó por la casa, sereno,
sabiendo que aunque no la encontrase estaba con él. Pero no había nadie más entre
aquellas paredes. Regresó al dormitorio
y, entonces, su semblante reflejó la confusión por lo que estaba contemplando:
Los tabiques aparecían con la pintura estropeada,
agrietada; de las cuatro esquinas del techo colgaban sendas telas de araña; la lámpara
de tres brazos que colgaba del centro de la habitación se había convertido en
una bombilla enroscada a su amarillento casquillo. Y no había un solo mueble
sobre el estropeado suelo de parquet.
Salió
al pasillo y a cada paso que daba subía hacía sus oídos un sordo crujir de
madera. Toda la casa estaba sumida en el más profundo abandono. Ningún cuadro,
ninguna lámpara, ninguna cortina, ningún mueble la adornaba. El fuerte olor a
humedad saturaba su nariz. Y entró en la cocina. Fue cuando vio los
¿doscientos?, ¿trescientos? botes de color fucsia que, cuidadosamente
ordenados, formaban una perfecta torre en un rincón. Ningún electrodoméstico.
Tampoco ningún mueble ocupaba la estancia. Solo un grifo que dejaba caer,
acompasadamente, una gota que rebotaba en el sucio suelo. Se acercó y apretó el
grifo hasta que dejó de caer el agua. Observó una de las etiquetas que
decoraban los botes. “Mermelada de frambuesa”. No continuó leyendo.
Su
cara ya no indicaba el estado de ánimo en el que se encontraba, usaba una
expresión indiferente, parecía que también se hubiese despojado de los muebles,
las cortinas, las lámparas o las paredes coloreadas por alegres pinturas. Lo
último que vio, antes de salir, fueron cinco rosas rojas sobre un charco de
agua en el suelo del recibidor, al lado de la pared; secas, salvo una,
reluciente, con los pétalos rojos abiertos y rebosantes de color.
Esperó
en el descansillo a que llegase el ascensor, bajó los cinco pisos con la mirada
vacía. Salió del ascensor. Instintivamente buscó las acristaladas puertas, luego,
el cajetín de las llaves. Y solo vio mármol recubriendo las paredes. Dejó caer
las llaves al suelo. Abrió la puerta y se encaminó hacia la Oficina de Correos,
mientras la imperceptible lluvia le refrescaba el rostro.
¡Inquietante imaginación la de tus protagonistas! Me quedo con la historia de Julio. Esta es demasiado laberíntica. ¡Uf!
ResponderEliminarDe vez en cuando hay que adentrarse en los laberintos para poder buscar una salida. El pobre Julio es tan simple... ¿O no?
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