Se
fijó en él. Sentado, la encorvada espalda no tocaba el respaldo de la silla,
las piernas ligeramente abiertas y custodiadas por las patas de la mesa. Se
fijó en la arrugada piel de sus sienes y en los escasos cabellos blancos que descansaban
sobre sus orejas, sin apenas cejas que escondiesen aquellos ojos abstraídos por
la carta que acababa de colocar sobre la mesa.
Para
Margarita era su primer día en la residencia. Un par de minutos antes se había
despedido de su hija y de su nieto.
-Mamá, no te preocupes, vendré
todos los fines de semana a verte. Y alguna tarde.
Sintió
la cercana mirada del hombre mientras se dirigía al lugar asignado por las
cuidadoras. Al sentarse recordó aquel verano de su infancia y lo bien que lo
pasó con sus padres y su hermano mayor. Y con el niño, algo mayor que
ella, rubio y muy tímido, que no hacía más que seguirla. Fue la primera vez que
se enamoró.
Y
se vio bajando junto con sus compañeras la escalera que, zigzagueante, nacía de
lo alto del cerro en donde los pabellones del Instituto presidían los edificios
del barrio. Al encontrarse con los del Instituto “de abajo”, situado al otro
lado de la avenida, cambiaban miradas y risas. Menos con el chico huidizo
que apenas levantaba la vista del suelo.
Y se vio en el año que cumplía los veinte, cuando
la dejaron ir por primera vez sola, sin la imprescindible compañía de su
hermano, a la fiesta de Nochevieja. No sin que antes le costase unas cuantas
discusiones con su padre. Bailaron hasta las seis de la mañana. Le llamó la
atención lo extremadamente tímido que era aquel muchacho con el que apenas
cambió palabra alguna más que sus nombres, Federico se llamaba, y que, al marcar
el reloj las tres de la mañana, se marchó apresuradamente, justo al terminar de
bailar con ella un bolero. Porque fue un bolero. Preguntó por él a sus amigos y
le dijeron que era un compañero de trabajo de uno de ellos que se había
apuntado a última hora. Nada más. El chocolate con churros de aquella mañana le
supo a gloria. Era su primer chocolate con churros de Año Nuevo con los amigos.
*****
-La
sota de copas. ¡Qué mala suerte! No me sirve para nada. O quizás sea que soy yo
el que no sirve para nada y que no es cuestión de suerte nada de lo que he
vivido. Solo, siempre solo. Nunca he sentido el aliento de una mujer en la
misma habitación. Nunca he alargado el brazo y buscado su mano y encontrado sus
dedos para acariciarlos, sin necesitad de usar palabras. Sí, como Martín siempre
me dice, no te quejes, gruñón, estamos aquí contigo, no estás solo. Sí, pero él
aún disfruta de esos dedos y de ese aliento.
Pensó,
para tranquilizarse, que el monólogo en el que estaba sumido era debido a que se
le presentaba una tarde bastante aburrida. Sus compañeros de brisca, los
hermanos Martín, no habían bajado al comedor. Tenían una boda. Una nieta del
segundo hijo de José Martín se casaba. José, su mujer, Esperanza, y Antonio, el
hermano pequeño de José, comían todos los días con Federico. Terminada la
comida Esperanza se marchaba con las mujeres y se quedaban los tres en la mesa.
Eran los únicos a los que les gustaba jugar a las cartas, otros preferían el
dominó. O algunas mujeres el bingo. Y la mayoría ver la televisión, la telenovela
de las cuatro.
Arrojó
la carta sobre la mesa y se dispuso a descubrir otra de la baraja que reposaba,
boca abajo, sobre la palma de su mano izquierda. Le faltaba el caballo de copas
para completar el solitario.
-El
dos de oros. ¡Vaya!
Al
levantar la vista del naipe reclamó su atención la mujer que acababa de entrar
en la sala. Era la primera vez que la veía por la residencia y no pudo dejar de
perseguirla con la mirada mientras ella se dirigía a la mesa del fondo.
Aquella
mujer lo trasladó a la salida del Instituto. Después de las clases de la mañana
recogía a su hermana, a los pies de las escaleras por las que bajaba del Instituto
en el que ella estudiaba, y se dirigían al laboratorio de su padre, un par de edificios
más arriba de la avenida. Allí les esperaban las tarteras que su madre les
preparaba. Sus compañeros cruzaban sonrisas y guiños con las chicas del
Instituto “de arriba”, pero él siempre las esquivaba por esa insuperable
timidez que le acompañaba continuamente y que nunca lo abandonó.
-El tres de espadas. Federico, eres
soltero, muy soltero.
Sus
ojos volvían a clavarse en la mujer y, ahora, recordaba las vacaciones que pasó
con sus padres y hermanos cuando tenía unos diez años. A su padre le correspondió
una semana en la Residencia de verano para trabajadores de la Obra Sindical, en
un pueblecito de las afueras, en la sierra. Era la primera vez que toda la
familia salía de vacaciones. La memoria nunca había sido su fuerte, aunque
guardaba unas cuantas fotos en su mente que jamás se velaban. La niña de la foto, su primer enamoramiento. No sabe las veces que se vieron, ni su
nombre, ni si jugaron, ni si los padres de ella y los suyos tomaban café juntos
en la Residencia, no lo sabe. Ni si tenía el pelo largo, ni si era rubia o
morena. Ni podía ver sus facciones. Absolutamente nada aparecía en la
foto.
-El cuatro de copas.
*****
-El as de bastos.
Federico
intentó ver otra foto de su corto álbum. La oscuridad del local, el humo y el
ruido, emborronaban todo. Salvo la silueta de aquella muchacha recostada sobre
la pared. Margarita, sí, esta vez distinguía su nombre. Bailó un bolero con
ella y ese bolero lo bailó mil veces, año tras año. Aquella noche escapó del
local.
Sintió
unos deseos enormes de soltar los escasos naipes que aún ocupaban su mano,
acercarse a la mujer que desde que entró había conseguido que su pasado volviese
a estar con él, invadiendo por completo sus sentidos, e invitarla a bailar un
bolero.
Entonces
sus dedos descubrieron la siguiente carta, el caballo de copas.
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