Hay días que te esperan agazapados
tras la puerta del último sueño y que la única misión que deben cumplir es
burlarse de ti. Están programados para romper en añicos contra el suelo el vaso
con el que acabas de enjuagarte los dientes, para quemarte la punta de la
lengua con la leche que calentaste en exceso en el microondas, para hacer
desaparecer la corbata que hoy tenías que ponerte, la que te regaló la madre de
Elisa. Sí, hoy que vas a comer con ellas para intentar unir lo que ya es
imposible aunque vuelvas a desenroscar el tapón del tubo de pegamento con
rutinaria ilusión. Porque la madre de Elisa hace mucho tiempo que juega en el
equipo contrario, quizá desde que te regaló esa corbata de color amarillo con
dibujos que aún no sabes qué significan y recibió tu reproche en forma de beso.
El día ha decidido por ti, lo piensas, sabe que no quieres vivir con Elisa, lo
sabe. Tú ya no crees que se burle de ti. Le sientes tu aliado. ¡Para qué vas a
ir a esa comida! No te importa que por fin aparezca la corbata debajo de los
calcetines de deportes del tercer cajón del armario. Fue él, jamás la habrías
metido ahí. Él te dice que aunque te hubiese gustado esa corbata y la madre de
Elisa y tú os cayeseis muy bien no es tu chica, no es la que quieres para
compartir el cojín que usas para dormitar después de comer mientras oyes a los
vecinos hablar en la pared de detrás del televisor. No. Das las gracias a la
madre de Elisa por odiarte, por regalarte esas corbatas, por no permitir que
Elisa y tú viváis juntos, porque Elisa no hace nada que la madre de Elisa no
quiera que haga. Le das las gracias a él también por abrirte los ojos, por
estar día tras día agazapado, hasta hoy, hasta que hoy te lo ha dicho a la
cara, ha roto el vaso, ha quemado la punta de tu lengua. Te colocas la corbata
y vas hacia el teléfono. Marcas sus números. Contesta Elisa. Y se lo dices, le
dices que encontraste la corbata, que sigues sin saber, y no te importa, qué
demonios son esos dibujos, le dices que no vas a comer con ellas, le dices que
el día no se burlaba de ti. Y cuelgas. Y te vuelves a la cama. Y ves que el día
se acuesta junto a ti. Os dormís.
Solo se escriben libros para, más allá del propio aliento, comunicarse con otros seres humanos, y así defenderse de la otra cara implacable de la vida: la fugacidad y el olvido. Stefan Zweig. MENDEL, EL DE LOS LIBROS.
lunes, 6 de julio de 2015
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