“¡Buenos días, radioyentes! Son las siete horas y veinte minutos de esta espléndida y primeriza mañana de primavera. ¿Qué hacéis aún en la cama? ¡Vamos, despertaos! Que días como este hay que disfrutarlos desde el primer rayo de sol. Y qué mejor complemento para este momento idílico que nuestra entrañable Lorena y sus inmortales boleros… “
-¡Vaya! Anoche debí de poner mal la hora.
No tuve más remedio que levantarme. Después de lo pesado que se ponía mi locutor favorito, no creí que fuera lo más conveniente llevarle la contraria. Mi fiel Pipo no me hizo mucho caso. Y tenía sus razones para ello: normalmente hasta un rato más tarde no estaba yo en pie y debió de pensar que mi próstata me empezaba a fallar. Acaricié su lomo, me saludó con un ligero roce de su rabo sobre mi pie descalzo y siguió tumbado.
Dudé entre abrir la ventana y dar la bienvenida a ese sol del que tanta propaganda estaba haciendo mi radio despertador o darle a mi cara un buen chapuzón en agua fría. Decidí que lo mejor era lo segundo.
-Ahora ya puedes enfrentarte a tu primer rayo de sol del día.
Descorrí las cortinas, abrí de par en par la ventana y sentí su templado contacto sobre mis mejillas, junto a una suave y fresca brisa.
Después, como todas las mañanas, me llevé el transistor al baño, lo coloqué sobre la banqueta y descorrí la puerta de la mampara de la ducha. Esa mañana me apetecía sentir el agua algo más fresquita que de costumbre.
-¡La donna è mobile…!
“¡Me encantan esos gorgoritos! Pero creo que ya va siendo hora de que penséis en el reloj. ¡Se os está haciendo tarde! Mientras, deleitaos con la última de Saphira. Que eso sí que es cantar… “
Decididamente, no era Pavarotti, por lo que pensé que mejor sería escuchar a Saphira y dejar de martirizar a mis vecinos.
“Bien. ¿Ya estáis bien aseaditos, perezosos? Sí, veo que sí. Y además… ¡Qué bien huele ese cafelito recién hecho!”
Sí, olía bien. Hasta Pipo se decidió a levantarse y comenzó a dedicarme un día más sus característicos bostezos. Y a continuación sus interesados lamentos. Su instinto no entendía de cafés, pero sí de bizcochos. Y si eran de chocolate, mejor. Oí como terminaba de recoger con su lengua la última miguilla hasta dejar reluciente la baldosa de la cocina.
-Bueno, Pipo. Habrá que vestirse, ¿no?
Noté el ligero roce de su lomo acariciándome la pantorrilla, antes de dejarse caer sobre la alfombra.
-Vale, mientras me visto te dejo que hagas la digestión…
“Y ahora, mientras os termináis de preparar para salir al mundo y ser los más guapos y perfumados de la ciudad, os dejo un rato con las noticias de las ocho. ¡Vuelvo a estar con vosotros en cinco minutos! ¿Podréis resistirlo?”
-Es evidente que anoche no tuve mi mejor momento, primero la hora para despertarme, y ahora, ¿dónde dejaría el móvil? ¡Si debería estar sobre la mesilla!
Lo encontré, tampoco era tan difícil, ni sobre la mesilla, ni en el primer cajón. Pero sí en el segundo.
Mientras escuchaba la enésima pelea entre políticos me fui calzando los zapatos.
“Hoy tendremos una temperatura máxima de veinte grados y un cielo completamente despejado.”
Me terminé de poner la americana y guardé el móvil, con sus imprescindibles auriculares, en el bolsillo derecho. Recogí el arnés y se lo coloqué a Pipo, que, como siempre, me regaló un lametazo en la mano. Luego, el bastón y las llaves.
-Un día de estos tendré que cambiar el bastón, cuesta un poco desplegarlo del todo.
Cerré la puerta, introduje en mi oído derecho el auricular, sintonicé la radio y nos dirigimos al ascensor.
“¡Ah! ¡Y no olvidéis cerrar bien la puerta! Que luego, cuando vuelve uno a casa, se puede encontrar con desagradables sorpresas. Y, ahora, os seguiremos regalando nuestra mejor música.”
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