Aviones
Antonio Pérez Rodríguez
No fui a despedirla al aeropuerto. La despedida es una pócima amarga que atraviesa un erizo de sal en la garganta y deja el corazón como un viejo periódico arrugado. Además, aborrezco los aeropuertos, me recuerdan a los hospitales: los que llegan sólo piensan en marcharse, y algunos se marchan para siempre dejando la cicatriz abrasadora de su ausencia.
“Regresaré pronto, cuando los relojes vuelvan a dar la hora correcta”, dijo para apaciguar la lluvia torrencial de mi desconsuelo, pero yo ya habitaba páramos desolados, caminaba con andares de viudo perpetuo.
No hubo reproches. Hacía años que la vida aquí tenía el color de un felpudo mugriento; siniestros personajes habían acribillado al futuro y lo habían arrojado a una cuneta, exánime.
A la hora en que ella partía, subí hasta el cerro; me acompañaba, fiel, el perro sarnoso de mi dolor. Desde la cumbre, la ciudad parece un cementerio erigido para soliviantar la angustia de los poetas. Estuve mirando la trayectoria blanca y definitiva de los aviones que pasaban hasta que, por el oeste, el cielo se puso tinto como si se desangrara por una herida mortal. Luego, deambulando por las callejuelas del barrio, regresé a casa.
Hacia mí
Rodrigo Santodomingo Costa
Pensé que matando a su círculo íntimo lograría atraerla de nuevo hacia mí. Abrumada por la tristeza, temerosa de la soledad, acudiría como un imán hacia los rescoldos de su pasado. Y en ellos, a pesar de todo, yo ocuparía un lugar especial; sería un palo firme al que aferrarse en tiempos de inmensa desdicha.
Así que tracé un plan de tintes casi genocidas, admito, e hilvanado con los lazos de la casualidad. Debía eliminarlos a todos: familia directa, amigos íntimos del barrio, del trabajo, Lucía la de la universidad. La lista incluía 13 nombres. Piezas que fueron cayendo una a una; muertes inesperadas pero de apariencia siempre accidental. Lejos de considerarme culpable, la policía me incluyó en su esquema como víctima potencial ante esta inexplicable concatenación de destinos fatales.
Vino, en efecto, hacia mí. Ahora es ella la que muere de pena. Se consume en días inertes sin que nada pueda hacer yo. Intento animarla, dibujar un futuro de esperanza que cierre su permanente desgarro. Pero ella me mira con ojos que parecen no ver y calla, siempre calla. Quizá debería ahorrarle el sufrimiento, pero no quiero despertar sospechas.
Cualquier día
Koldo Concejo Fernández
Podría quedarme en la cama, masturbarme, planchar. Pero siempre salgo de casa.
Podría ir a mil sitios, pero siempre voy a la estación. Me cruzo con el barrendero de siempre. Toda la vida en la misma calle.
Tengo dos opciones. Acercarme al centro. Alejarme del barrio. Elijo lo de siempre. La que me llevará al centro.
En el andén, me sitúo al lado de esa chica con la que me encuentro todas las mañanas y con la que jamás he cruzado una palabra.
En el recorrido hay veinte estaciones. Podría bajarme en cualquiera. Pero siempre bajo en la misma.
Solo hay una salida. Salgo a la misma calle de siempre.
Las posibilidades se abren. Podría ir por varios caminos, seguir a ese hombre que siempre lleva “El País” debajo del brazo, a la mujer que trabaja en la tienda de la esquina, a un desconocido cualquiera. Pero siempre voy por la misma calle, por la misma acera, cruzo en el mismo paso de cebra.
Mis opciones se reducen. Solo podría darme la vuelta porque ya estoy frente a esa puerta que tan bien conozco.
Llamo.
Me abren.
Entro.
Enciendo el ordenador.
Quizá mañana cambie de vida.
Ganador de resto de España
Burros de algodón y príncipes errantes
Miguel Ángel Gayo Sánchez
Trabajar en una librería de barrio tiene la ventaja de conocer bien a tus clientes. Pero a veces, a pesar de ser un barrio de la periferia, se cuela gente de lo más peculiar.
–Se me perdió un burro. ¿Lo vio usted? –me preguntó un tipo enjuto con perilla.
–¿Burro? ¿Cómo es su burro? –dije por llevarle la corriente.
–Mi burro es tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no tiene huesos…
–¡No! –le interrumpí–. Nunca vi un burro así.
El individuo se marchó melancólico.
Al poco entró otro caballero. Llevaba gafas de aviador:
–Busco un niño. Viaja solo…
–¿Un niño?…
–Sí, viste como un príncipe. Habla de una rosa que dejó en su planeta…
–No –interrumpí–. ¡Jamás vi un niño así!
Del almacén llegó un jolgorio impropio para una librería.
–Obras –me justifiqué.
Cuando el hombre se marchó abrí la puerta del almacén.
–¡Debéis tener cuidado!
El niño se bajó de los lomos del burro.
–Vuestros creadores os buscan. ¡Y cada vez se acercan más! Bien saben que aquí, en la periferia, nos gusta soñar con burros de algodón y príncipes errantes.