Lo encontré una mañana que un gato callejero pretendía arañar su amarillo
y él temblaba acurrucado bajo las ruedas de un coche. Asustado.
Me contó cómo cayó de esa nube sobre la que pensaba descubrir el horizonte.
Desde entonces, lo guardo en el bolsillo derecho de mi chaqueta.
No calienta, da luz o me habla,
y a veces, incluso me dice lo que debo hacer.
Si el chaval que se sienta frente a mí, en el tren,
no baja sus pies del asiento que quedó vacío a mi lado,
lo lanzo al techo del vagón y ordena a mi sombra que lo riña
mientras yo continúo algún primer verso o, simplemente,
espero a que llegue la siguiente estación.
Otras veces, se coloca sobre mi hombro y me avisa:
No, hoy no toca llorar; y no me pidas tu sombra, ¿qué quieres?,
¿esconderte de nuevo en mi luz?
Cuando, adrede, no escucho su voz, se apaga. Enfadado.
Cada día que pasa más lo necesito, aunque, a veces, sin saber por qué,
lo cubro con la nube que guardo
en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.