Hoy os dejo con uno de los relatos que os cuento en La sombra de las horas y con el micro
que le antecede y se resguarda en él.
NUESTRA PELÍCULA
La de los días de lluvia estaba ahí, sobre la
estantería, como si permaneciese escondida esperándome tras los libros que
acababa de guardar. Recordé la figura de Clint Eastwood, empapado, esperando a
que Meryl Streep se decidiese a salir del coche, y a nosotros en el sofá, con un nudo en la garganta, expectantes,
animándola en silencio a que se fuese con él, sin quitar ojo del televisor. Cuántas
tardes lluviosas como esta. La volví a poner y, mientras cerraba la maleta
sobre el sofá vacío, Clint, en la pantalla,
arrancaba su coche y, solo, se perdía calle arriba.
ByMe PUB
Hay
veces en la vida que es mejor callarse. Se lo oía decir a mi padre en muchas
ocasiones cuando era un niño. Y me lo repitió unas cuantas veces a lo largo de
toda su vida. No era una frase suya, es cierto, es una frase que seguro que
todos los hijos han oído decir a sus padres. Pero él era mi padre y esas
palabras eran para mí.
Y
todas las mañanas me he levantado con la dichosa pregunta de aquella noche
dando vueltas a la cabeza. Todas las mañanas que la resaca me lo ha permitido.
¿A qué hora cerráis? Así de simple. Una interrogación que ni el peor novelista
utilizaría en la peor de sus novelas. Una interrogación que se dice y se oye
millones de veces al día en el supermercado de cualquier ciudad. O en cualquier
gasolinera en mitad de cualquier autopista. Es imposible que una pregunta como
esta pueda marcar la vida de nadie.
-¿A
qué hora cerráis?
Mientras
salían esas palabras de mi boca leía, una vez más, el revés de las letras
góticas biseladas en el cristal opaco que separaba la última fila de mesas del
local con la calle. Una be mayúscula a la derecha, después, a su izquierda, una
i griega minúscula, después una eme mayúscula y a continuación una e minúscula.
Un mínimo espacio las separaba de otras tres letras mayúsculas y de mayor
tamaño, la pe, la u y la be. “ByMe PUB”. Todo ello formando un
semicírculo.
Mi
cuerpo giró con el taburete y unas gotas de la copa de ron cayeron sobre el
mostrador mientras los cubitos de hielo chocaban entre sí y me dedicaban su
helada melodía. Al otro lado de la barra Byron concentraba su atención en
elaborar uno de sus exquisitos cócteles. Siempre concluía la noche saboreando
uno. Mery contaba los billetes que rebosaban la gaveta de la caja registradora
de mediados del siglo pasado que daba un toque de misterio al pretendidamente
moderno local. Era una de esas máquinas con manivela a la derecha y cuatro
filas de teclas iguales que las de las máquinas de escribir antiguas, de las
Olivetti, redondas, planas, con un reborde metálico que cercaba un cristal
debajo del cual se escondían las letras blancas sobre el fondo negro y que
adornaban su panzudo cuerpo. A mi derecha un caballero con bombín, que no se
había quitado en toda la noche, contemplaba los movimientos rápidos de los
dedos de Mery sobre los billetes. Al menos eso era lo que parecían enfocar sus
vidriosos ojos. Y a mi izquierda el descascarillado mostrador sin una copa
sobre él y con una hilera de taburetes vacíos bordeándolo.
A
nadie parecía interesarle lo más mínimo contestar a esa pregunta. O quizá es
que nadie me había oído, para qué oír una cuestión tan falta de sentido como
esa. Yo sabía perfectamente la hora de cierre. Byron y Mery sabían
perfectamente que yo sabía la hora de cierre. Y el señor del bombín seguía
dando vueltas por su mundo.
-Creo
que en cinco minutos.
La
voz me llegó por la espalda. Mi estado no me permitía adivinar nada más. Las
palabras habían alcanzado mi espalda, pero no sabía de dónde provenían, de cuál
de las tres filas de mesas que me separaban de la puerta de entrada al local.
Volví
la cabeza y vi una mujer de exagerados y largos rizos cobrizos que caían sobre
sus reducidos pechos apenas ocultos por la trasparente blusa, y que hojeaba un
periódico de desproporcionadas páginas que descansaba sobre la mesa. Unos
grandes labios de recargado tono carmesí competían con unas sonrojadas
mejillas. Su espalda no lograba reposar sobre el respaldo de la silla que casi
topaba con el cristal que separaba el garito de la calle. “ByMe PUB”. Volví a
leerlo.
Todos
los días de todo el año terminaba en aquel antro a tomar las últimas copas
antes de subir a mi apartamento que me esperaba en el portal de enfrente.
Algunas noches, al acabar la jornada laboral, me acompañaba a la primera el
oficial; otras, a la segunda, pero hacía más de un mes que se iba directo a su
casa.
-Hoy
no puedo quedarme, lo siento. A ver si mañana…
Su
mujer y su hija eran una razón más que suficiente para que abandonase esa copa
que amenazaba con convertirse en costumbre y en un peligro para su estabilidad
familiar. A mí no me esperaba nadie, sí, Kafeto, pero él no reparaba en la hora
ni en mi estado. Por las noches, al atravesar la puerta, él restregaba su
peludo lomo sobre mis pantorrillas y emitía unos tímidos ronroneos antes de
volver a su rincón. Llevábamos catorce años de vida en común y de respeto
mutuo. Sin compromisos.
Nunca
la había visto por allí, ni siquiera por el barrio, por las cuatro
manzanas que encerraban mi existencia.
Mi apartamento al otro lado de la calle, el ByMe y, en la avenida paralela, la
oficina. Algún fin se semana visitaba a mi madre en la casa del pueblo donde
vivía con mi hermana. En ocasiones salía a un cine del centro con Berta antes
de que pasásemos la noche en mi casa. Durante los últimos catorce años eran los
únicos que habían compartido conmigo esas cuatro paredes: Kafeto, a todas las
horas, y Berta, diez o doce noches al año. Era la primera vez que veía esa cara
y estaba seguro que de haberla visto antes la recordaría.
-Nunca
te he visto por aquí.
Me
senté en la silla y ella recogió el periódico en cuatro pliegues. Mi rodilla se
tropezó con la maleta roja de mediano tamaño que nos separaba.
-Acabo
de llegar esta tarde a la ciudad. Estaba buscando en el periódico alguna
pensión para pasar las primeras noches. ¿Conoces alguna?
Al
apagarse las luces de neón del letrero exterior del pub su cabello rizado
adquirió un tono distinto, vi que el color cobrizo se había convertido en un
perfecto color castaño natural, brillante. La bruñida piel de su cara, tan
cerca, dejaba descubrir debajo de aquellas capas de cosméticos una suavidad y
una juventud que desde la distancia me había sido imposible adivinar. Hasta sus
labios perdieron aquella exageración que
hace un momento aprecié. No lo dudé un instante, ni la hora ni el alcohol me
permitieron dudar.
-Pues
yo creo que este no es el lugar para una hermosa chica como tú. Yo vivo ahí, en
aquel portal, y tengo un sofá cama siempre disponible. Mi gato está ya viejo.
Te husmeará un poco y después no te molestará.
-Perdona
que haya sido tan directa, pensarás lo peor de mí, pero es que estoy
desesperada y, aunque tú no te has fijado, llevo un buen rato aquí, te he
observado y me has merecido toda la confianza.
-Pues
no deberías fiarte…
Sonreí
y ella me correspondió con el abismo de sus negros iris. En ese momento el
hombre del bombín pasó a nuestro lado y, antes de desaparecer por la puerta,
tropezó con la mesa y terminó de vaciar el escaso ron que aún contenía la copa
sobre mis pantalones. El hombre del bombín ni se enteró.
-¡Señores!
¡Hora de que nos vayamos a casa!
Byron
hizo un cariñoso gesto solicitándonos clemencia.
-Hasta
mañana, chicos.
Cruzamos
la calle antes de que nos alcanzase la riada que cada noche fabricaba la
estruendosa máquina del Ayuntamiento y subimos al cuarto piso. Todo estaba en
perfecto desorden. Mientras Kafeto fiscalizaba a la intrusa yo me encargué de
desalojar el sofá y convertirlo en una confortable cama. Esa mañana guardé en
el armario un juego de sabanas limpias. Estuvimos en el cine Berta y yo la
semana pasada, por lo que no esperaba tener que usar un nuevo juego de sábanas
en algún tiempo. Uno hace cosas sin motivo aparente que luego encuentran una
razón.
-¿Quieres
la última?
Era
la pregunta retórica, indispensable. Un buen galán de una buena película en
blanco y negro de la época dorada de Hollywood no debe pasar por alto terminar
o empezar una conquista con esa propuesta. Y nunca había que temer a la
respuesta.
-Llevo
un día muy largo y además me tomé una copa en el bar. Mi cabeza no me va a
permitir otra. Espero que no te parezca descortés.
Descortés
no me pareció, para entonces ya me tenía
a sus pies por completo. Una mujer que en la distancia vi como una
buscona más de las que acostumbraba ni siquiera a mirar se había convertido en
una preciosa joven con un enigma imposible de descifrar.
Ahora
tenía claro que de no soltar yo la innecesaria preguntita ella no habría
abierto la boca. Y cuando Byron se dirigiese a echar el cierre, llorando le
rogaría, aunque fuese pagando lo que le pidiese, quedarse en su local a pasar
la noche. Un ser tan indefenso no se hubiese atrevido a dirigirse a mí sin
encontrar una excusa. Yo pasaría a su lado, y quizá tropezaría con su mesa, y
quizá la pediría perdón. Pero no habría reparado en ella.
Salió
de mi habitación después de cambiar su ropa por un mínimo pijama de verano.
-¿No
te importa que me tumbe?
Asentí
con la cabeza. Se durmió de inmediato. Su cuerpo fue el mejor antídoto para mi
exceso diario de alcohol. Ni diez cafés bien cargados hubiesen hecho el efecto
que había conseguido su contemplación. No pude dormir en toda la noche. Ella
estaba al otro lado de la puerta y yo no podía traspasar esa barrera. Al
atravesar la ventana el primer rayo de sol acabó por vencerme el sueño.
Me
sobresalté y miré el reloj. Las dos de la tarde. De un salto casi me presenté
en la puerta, la abrí y mis ojos corrieron hacia ella. Sobre el sofá-cama solo
quedaban las sabanas arrugadas. Ni rastro de la maleta. Ni de su ropa. Solo su
olor.
Kafeto
me dio los buenos días. No le extrañó que me levantase a esa hora, era sábado y
en otras ocasiones había tardado más en hacerlo. Él no notó alterada para nada
su rutina con la compañía que había tenido esa noche. Tampoco podía preguntarle
la hora a la que se había ido. En ese momento pensé que ni siquiera sabíamos
nuestros nombres. Ojeé el salón buscando una nota, pero no encontré nada.
Esa
noche inquirí a Mery por ella, si la habían visto aparecer por allí, o por la
calle. La siguiente noche también. Y así todas las noches.
Maldita
pregunta, pensé una noche más.
Aquella
noche volví a oírla. De la boca del caballero del bombín que se sentaba a mi
derecha.
-¿A
qué hora cerráis?
Esperé
una respuesta a mis espaldas. Sí, tenía que responderle. No me atrevía a
escuchar. No me atrevía a volver la vista hacia el final de las tres filas de
mesas que me separaban de la puerta de entrada al local. Pero lo hice. Solo vi
la silla vacía y un periódico con unas hojas de gran tamaño sobre la mesa.
Y
también leí aquellas letras góticas y en semicírculo biseladas en el cristal.
“ByMe PUB”.