Nuestro civilizado mundo
El dolor de
cabeza le acompañó hasta la ducha junto a la pesadilla que le había rondado
toda la noche y que no podía ver. El agua se estrellaba con tibieza sobre la
frente; se abandonó. Enjabonó el pelo. La sien derecha le estallaba. De
repente, notó como si de su oído del mismo lado brotase un manantial que
chocaba contra el suelo de la ducha; entremedias, le pareció oír un golpe seco.
La presión sobre su cráneo se atenuó; intentó abrir los ojos pero el escozor
del jabón no se lo permitió hasta que retiró la espuma con un chorro de agua.
Oyó gritos de desesperación rodeando sus pies. Miró. Solo le dio tiempo a
reconocer una figura de hombre, desnudo, de piel negra, luchando con el agua
que se precipitaba hacia el interior del redondo sumidero. No mediría más de cinco
centímetros. Observó cómo daba un par de vueltas alrededor del agujero antes de
comenzar a desaparecer por él. El hombrecillo alcanzó a agarrarse a la cruz del
desagüe con sus manos. Instintivamente, con el dedo gordo de su pie, aplastó esas manos hasta que sus ínfimos dedos no pudieron aguantar, y lo vio
desaparecer. Le quedó una extraña sensación, pero su mente se relajó.
Desayunó. La
tostada quizá le supo un poco amarga. Tuvo que apartar de ella a una mujer, de
unos cuatro centímetros de altura y también piel morena, que acababa de caer desde su todavía húmedo pelo, y que cubría su cuerpo y su cabeza con
una desgastada túnica de colores chillones. Se resistía a abandonar el lecho de
mermelada de naranja pero, ayudado por la cucharilla y el cuchillo, logró
deshacerse de ella e introducirla en el cubo de la basura que tapó y saco a la
terraza de la cocina para no oír sus lamentos.
Llegaba tarde al
trabajo. Aceleró el paso. Cruzó de acera, como todos los días, para que el muchacho
que pedía en la puerta del “Super” no le molestase con su “buenos días de puto
extranjero”. Tuvo que correr un poco para que no se le escapase el autobús.
Cuando llegó a
la oficina tomó el café con sus compañeros antes de comenzar la jornada.
Hablaron, como cada día, de lo mal que estaba todo y una vez más estuvieron de
acuerdo: “Hay que cerrar las fronteras a tanto extranjero que viene de fuera a
robarnos lo nuestro”. Les habló de la noche que había pasado y de la pesadilla
que no recordaba. Terminaron el café y se dirigieron hacia sus mesas. Notó un pequeño
bulto en su sien izquierda que parecía deslizarse hacia la oreja. De nuevo, el
dolor de cabeza fue en aumento. Más tarde, unos mínimos pies, de piel tostada, como
los de un niño, querían aparecer por el oído. Uno de sus compañeros pareció
darse cuenta, pero no quiso molestarle.
Fueron hacia sus
mesas, encendieron los ordenadores y se sentaron. Ninguno reparó en las huellas de sangre que dejaron
a su paso. Ni en los ataúdes de madera, de distintos tamaños, que guardaban sus
cajones. Él sí. Se sentó y pudo hacerse con aquel mínimo cuerpo desnudo, que
ahora reposaba en su hombro, antes de que cayese al suelo. Abrió el cajón y
levantó la tapa de uno de los ataúdes pequeños, de unos tres centímetros; introdujo el cuerpo, lo tapó y cerró el cajón. Lo último que expulsó por sus oídos fueron
las tablas, casi intactas, de una pequeña patera. Llamó a la mujer de
la limpieza para que limpiase la baldosa sobre la que cayeron. Por fin se
sentía a gusto para poder comenzar el trabajo un día más.
El dolor de cabeza se había marchado.