miércoles, 10 de enero de 2018

Nos vemos en el ByMe - ByMe PUB


Casi cinco años sin aparecer por aquí. Apenas ha cambiado nada; el tiempo ha intentado, como siempre, recubrir con su fina capa de minutos olvidados toda la estancia, pero no lo ha conseguido. Un simple soplo y desapareció ese manto indeseado. Quizá haya sido una ayuda inestimable esta luz tenue que nos envuelve para que no se distingan algunos trocitos de olvido que aún manchan alguna mesa, alguna silla o la parte más escondida de la trasera del mostrador. Es inevitable. 
Por si es la primera vez que aparecéis por el pub, os diré que me llamo Román y conmigo está Luis Miguel. Hoy le he rogado que no diga nada, que ya habrá tiempo. No sé si le ha sentado muy bien mi petición, pero creo que se estará callado. Y también andan por aquí, a sus asuntos, Byron y Mery. No dudéis en llamarlos en el momentos que sintáis la garganta seca.
He querido comenzar esta nueva etapa con el relato que inauguró el ByMe. Luis Miguel lo creó para su primer libro, La sombra de las horas, y ha hecho como con el local, darle una manita de pintura y cambiar algún taburete que cojeaba un poco. Espero que así conozcáis algo más el ambiente que intentamos se respire por aquí. Siento haber monopolizado esta nueva toma de contacto: os prometo que en las siguientes habrá más charla… Poneos cómodos y pedid lo que queráis. ¡Byron!, ¡atiende a las amistades!


ByMe PUB

Hay veces en la vida que es mejor callarse. Se lo oí decir a mi padre en muchas ocasiones. Es una frase que, estoy seguro, todos los hijos han oído decir a sus padres. Pero mi padre era mi padre y esas palabras eran para mí.
Todas las mañanas me he levantado con la dichosa pregunta de aquella noche dando vueltas a la cabeza, todas las mañanas que la resaca me lo ha permitido. ¿A qué hora cerráis? Así de simple. Una interrogación que ni el peor novelista utilizaría en la peor de sus novelas. Una interrogación que se dice y se oye millones de veces al día en el supermercado de cualquier ciudad. O en cualquier gasolinera en mitad de cualquier autopista. Es imposible que una pregunta como esta pueda marcar la vida de nadie. ¿A qué hora cerráis? Mientras salían esas palabras de mi boca leía, una vez más, el revés de las letras góticas biseladas en el cristal opaco que separaba la última fila de mesas del local con la calle. Una be mayúscula a la derecha, a su izquierda una i griega minúscula, después una eme mayúscula y a continuación una e minúscula. Un mínimo espacio las separaba de otras tres letras mayúsculas y de mayor tamaño, la pe, la u y la be. ByMe PUB. Formaban un semicírculo. Mi cuerpo giró con el taburete y unas gotas de la copa de ron cayeron sobre el mostrador mientras los cubitos de hielo chocaban entre sí y me dedicaban su helada melodía. Al otro lado de la barra Byron concentraba su atención en elaborar uno de sus exquisitos cócteles. Siempre concluía la noche saboreando uno. Mery contaba los billetes que rebosaban la gaveta de la caja registradora de mediados del siglo pasado que daba un toque de misterio al que pretendía ser un moderno local. Era una de esas máquinas con manivela a la derecha y cuatro filas de teclas iguales que las de las máquinas de escribir antiguas, de las Olivetti, redondas, planas, con un reborde metálico que cercaba un cristal bajo el que se escondían las letras blancas sobre el fondo negro que adornaban su panzudo cuerpo. A mi derecha un caballero con bombín, que no se había quitado en toda la noche, contemplaba los movimientos rápidos de los dedos de Mery sobre los billetes. Al menos eso era lo que parecían enfocar sus vidriosos ojos. Y a mi izquierda el descascarillado mostrador sin una copa sobre él y con una hilera de taburetes vacíos bordeándolo. A nadie parecía interesarle lo más mínimo contestar a esa pregunta. O quizás es que nadie me había oído, para qué oír una cuestión tan falta de sentido como esa. Yo sabía perfectamente la hora de cierre. Byron y Mery sabían perfectamente que yo sabía la hora de cierre. Y el señor del bombín seguía dando vueltas por su mundo.
Creo que en cinco minutos. La voz me llegó por la espalda. Mi estado no me permitía adivinar nada más. Las palabras habían alcanzado mi espalda, pero no sabía de dónde provenían, de cuál de las tres filas de mesas que me separaban de la puerta de entrada al local. Al volver la cabeza  vi una mujer de exagerados y largos rizos cobrizos que caían sobre sus reducidos pechos apenas ocultos por una transparente blusa. Hojeaba un periódico de enormes páginas que descansaba sobre la mesa. Unos grandes labios de recargado tono carmesí competían con unas sonrojadas mejillas. Su espalda no lograba alcanzar el respaldo de la silla, casi pegado al cristal que separaba el garito de la calle. ByMe PUB. Volví a leerlo. Todos los días de todo el año terminaba en aquel antro a tomar las últimas copas antes de subir a mi apartamento que me esperaba en el portal de enfrente. Algunas noches, al acabar la jornada laboral, me acompañaba a la primera el oficial; otras, a la segunda. Pero Luis hacía más de un mes que se iba directo a su casa. Hoy no puedo quedarme, lo siento. A ver si mañana… Su mujer y su hija eran una razón más que suficiente para que abandonase esa copa que amenazaba con convertirse en costumbre y en un peligro para su estabilidad familiar. A mí no me esperaba nadie. Sí, Kafeto, pero él no reparaba en la hora ni en mi estado; por las noches, al atravesar la puerta, restregaba su peludo lomo sobre mis pantorrillas y emitía unos tímidos ronroneos antes de volver a su rincón. Llevábamos catorce años de vida en común y de respeto mutuo. Sin compromisos.  
Nunca la había visto por allí, ni siquiera por el barrio, por las cuatro manzanas que encerraban mi existencia: el apartamento al otro lado de la calle, el ByMe y, en la avenida paralela, la oficina. Algún fin se semana visitaba a mi madre en la casa del pueblo donde vivía con mi hermana o en ocasiones salía a un cine del centro con Berta antes de que pasásemos la noche en mi casa. Durante los últimos catorce años los únicos que compartieron conmigo esas cuatro paredes fueron Kafeto, a todas las horas, y Berta, diez o doce noches al año. Era la primera vez que veía esa cara y estaba seguro que de haberla visto antes la recordaría. Nunca te he visto por aquí. Me senté en la silla y ella recogió el periódico en cuatro pliegues. Mi rodilla se tropezó con la maleta roja de mediano tamaño que nos separaba. Acabo de llegar esta tarde a la ciudad. Estaba buscando en el periódico alguna pensión para pasar las primeras noches. ¿Conoces alguna? Al apagarse las luces de neón del letrero exterior del pub su cabello rizado adquirió un tono distinto, el color cobrizo se había convertido en un perfecto color castaño natural, brillante. La bruñida piel de su cara, tan cerca, dejaba descubrir debajo de aquellas capas de cosméticos una suavidad y una juventud que desde la distancia me había sido imposible adivinar. Hasta sus labios perdieron aquella exageración  que hace un momento aprecié. No lo dudé un instante, ni la hora ni el alcohol me obligaron a dudar. Pues yo creo que este no es el lugar para una hermosa chica como tú. Yo vivo ahí, en aquel portal, y tengo un sofá cama siempre disponible. Mi gato está ya viejo. Te husmeará un poco y después no te molestará. Perdona que haya sido tan directa, pensarás lo peor de mí, pero es que estoy desesperada y, aunque tú no te has fijado, llevo un buen rato aquí, te he observado y me has merecido toda la confianza. Pues no deberías fiarte… Sonreí y ella me correspondió con el abismo de sus negros iris. En ese momento el hombre del bombín pasó a nuestro lado y, antes de desaparecer por la puerta, tropezó con la mesa y terminó de vaciar el escaso ron que aún contenía la copa sobre mis pantalones. El hombre del bombín ni se enteró.
¡Señores! ¡Hora de que nos vayamos a casa! Byron hizo un cariñoso gesto solicitándonos clemencia. ¡Hasta mañana, chicos! Cruzamos la calle antes de que nos alcanzase la riada que cada noche fabricaba la estruendosa máquina del Ayuntamiento y subimos al cuarto piso. Todo estaba en perfecto desorden. Mientras Kafeto fiscalizaba a la intrusa yo me encargué de desalojar el sofá y convertirlo en una confortable cama. Acababa de guardar, por la mañana, un juego de sabanas limpias en el armario. Estuvimos en el cine Berta y yo la semana pasada, por lo que no esperaba tener que usar un nuevo juego de sábanas en algún tiempo. Uno hace cosas sin motivo aparente que luego encuentran una razón. ¿Quieres la última? Era la pregunta retórica, indispensable. Un buen galán de una buena película en blanco y negro de la época dorada de Hollywood no debe pasar por alto terminar o empezar una conquista con esa propuesta. Y nunca había que temer a la respuesta. Llevo un día muy largo y, además, me tomé una copa en el bar...; mi cabeza no me va a permitir otra. Espero que no te parezca descortés. Descortés no me pareció, para entonces ya me tenía  a sus pies por completo. Ahora tenía claro que de no soltar yo la innecesaria preguntita ella no habría abierto la boca. Un ser tan indefenso no se hubiese atrevido a dirigirse a mí sin encontrar una excusa. Yo pasaría a su lado, quizá tropezaría con su mesa, quizá le pediría perdón. Pero no habría reparado en ella. Poco después, cuando Byron se dirigiese a echar el cierre, llorando, le rogaría que le dejase pasar la noche en su local, que le pagaría lo que le pidiese.
Salió de mi habitación después de cambiar su ropa por un mínimo pijama de verano. ¿No te importa que me tumbe? Asentí con la cabeza. Se durmió de inmediato. Su cuerpo, que parecía flotar sobre el sofá convertido en cama, fue el mejor antídoto para mi exceso diario de alcohol. Ni diez cafés bien cargados hubiesen hecho el efecto que había conseguido su contemplación. No pude dormir en toda la noche. Ella estaba al otro lado de la puerta y yo no podía traspasar esa barrera. Al atravesar la ventana el primer rayo de sol acabó por vencerme el sueño.
Me sobresalté y miré el reloj. Las dos de la tarde. De un salto casi me presenté en la puerta, la abrí y mis ojos corrieron hacia ella. Sobre el sofá cama solo quedaban las sabanas arrugadas. Ni rastro de la maleta. Ni de su ropa. Solo su olor. Kafeto me dio los buenos días. No le extrañó que me levantase a esa hora, era sábado y en otras ocasiones había tardado más en hacerlo. Él no notó alterada para nada su rutina con la compañía que había tenido esa noche. Tampoco podía preguntarle la hora a la que se había ido. En ese momento pensé que ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Ojeé el salón buscando una nota, pero no encontré nada. Esa noche inquirí a Mery por ella, si la habían visto aparecer por allí, o por la calle. La siguiente noche también. Y así todas las noches.

Maldita pregunta, pensé una noche más, antes de volver a oírla de la boca del caballero del bombín que se sentaba a mi derecha. ¿A qué hora cerráis? Esperé una respuesta a mis espaldas. Sí, tenía que responderle. No me atreví a escuchar. No me atreví a volver la vista hacia el final de las tres filas de mesas que me separaban de la puerta de entrada al local. Pero al final lo hice. Solo vi la silla vacía y un periódico con unas hojas de gran tamaño sobre la mesa. Y también leí aquellas letras góticas y en semicírculo biseladas en el cristal. ByMe PUB.

4 comentarios:

  1. "Año nuevo , vida nueva" o reaparición de una vida eclipsada por...
    "muchas horas", amigo Román :D
    Un placer volverte a ver. :)
    Y volver a disfrutar de las letras del (hoy) calladito, LuisMi ;)
    E igual placer volver a pisar el ByMe Pub . Y los demás lugares que le siguen en mi estantería. :)
    "¿A qué hora cerráis?"... espero que nunca ; por el disfrute de "vuestros" lectores.
    Besos, para... los dos. :)

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    1. Román me permite contestaros, que él está ayudando a Byron con los cócteles. Ahora te trae el tuyo, Fram. ¡Bienvenida de nuevo al ByMe! Un honor. Y de cerrar nada, que el año pasado decidí desprenderme de las horas y ya casi ni me acuerdo de ellas... ¡Besazos! De los dos...

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  2. Para empezar el año confortable y con la cabeza despejada, le pediré a Byron un micro cargadito, con unas gotas de poesía. Otro para Kafeto, pero descafeinado, que luego me da la lata toda la noche. Se pone muy pesadito pidiéndome que se lo lea una y otra vez...

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    1. Va, Román está en ello. Cuando termine con las bebidas. Mis recuerdos al Sabio. ¡Bszos, hermana!

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