Encuentras ese día que has buscado toda la vida
y es ahora que ya no estás desnudo, que tu piel
se ha guardado tras capas y capas de promesas,
de disculpas, de momentos inciertos.
Refugias ese último aliento entre gotas de café y rebanadas
de pan tierno, sobrepones el sol a tu plomizo yo, casi
inerte,
y comienzas la frenética carrera de tus dedos que se lanzan
en pos de lo que nunca quisiste fijar a tu cuerpo.
No es tarde, lo sientes, te dices de nuevo lo que un día
soñaste mientras las frías losetas de la cocina parecen
reírse de ti. Se mofan con cada jirón de vida que
desgajas sobre ellas. Después, parecen pensar,
darse cuenta de su error,
y sotierran en cemento aquel lastre
que ocultaba sus juntas. Se alían contigo.
Abrazas las horas que ya no son últimas
y vives la historia que creíste olvidada
entre los manuscritos abandonados de la estantería.
Recuerdas que a ti nunca te gustaron los finales cerrados.