Y, de repente, un día, encuentras la
piedra que llevas en el zapato toda la vida. La localizas, justo debajo del
dedo meñique que encoges para intentar que no vuelva a desaparecer. Hoy has
tenido una gran idea, no te has puesto los calcetines, querías localizarla a
toda costa antes de que se te escondiese en alguno de los dos zapatos, porque
tú sabes que siempre está ahí, aunque no la sientas, aunque unas veces aparezca
en el izquierdo y otras en el derecho. Siempre. Cuando más confiado estás, se
te clava, te dice que aún continúa ahí, contigo. Hoy no te has puesto los
calcetines para sorprenderla, para apresarla. Y lo has conseguido. Te sientas
sobre la cama, te descalzas, colocas el pie sobre tu rodilla y la ves. Haces
una pinza con dos dedos de la mano y la atrapas entre sus yemas. La miras. Una
piedra. Te das cuenta de que no es tan grande como pensabas, de un color que no
te paras a reconocer, cuadrada. La colocas cuidadosamente sobre la colcha y te
levantas. Con un pie calzado y el otro no. La vuelves a coger y te diriges, con
ese cojeo forzado, al zapatero. Sobre él, la dejas. La miras de nuevo. Crees
reconocer en ella al capullo que te hacía la vida imposible de pequeño, en el
colegio, a la rutina que te obliga a levantarte todos los días jurando que
mañana no vas a ir a trabajar, que hoy es la última mañana que despiertas a tu
sueño con esos señores que no hacen más que joderte con sus charlas en la
radio, a la tos que te machaca hasta que sorbes las primeras gotas de café, al
coche que te está esperando en el garaje para llevarte a ese asfalto que él
necesita y que tú aborreces. Por fin. Te sientes liberado. Te quitas el otro
zapato y te pones los calcetines. Te vuelves a calzar. Das dos, tres, cuatro
pasos. Recorres el pasillo un par de veces. Sí. Eres libre. Hoy vas a ir
caminando al trabajo, vas a llegar y le vas a decir al jefe que la piedra la
has dejado en tu dormitorio, sobre el zapatero, que te prepare el finiquito,
que vas a perder su “careto” de vista. No, mejor eso no se lo dices hasta que
tengas el cheque en la mano. Vas a pasear todo el día por la ciudad, con el
coche en el garaje, quieto, abandonado. Abres la puerta y llamas al ascensor.
Sales a la calle y te parece flotar sobre la acera. Doblas la esquina y te
paras un momento a contemplar la avenida. Y, de repente, el vacío, el hueco en
tu zapato. La piedra. No está, la echas de menos, la necesitas. Te vuelves,
corres, abres el portal de tu casa y casi atropellas al vecino del segundo sin
decirle un “perdón”, subes los peldaños de dos en dos, la llave, no encuentras
la llave en tu bolsillo, sí, abres la puerta, la estampas contra la pared del
pasillo, te lanzas a por ella, sobre el zapatero, de una patada arrojas el
zapato sobre la cama, tiras el calcetín al suelo y escondes la piedra debajo
del dedo meñique, la aprietas, que no se caiga. Inhalas todo el aire que te
permiten los pulmones y caes sobre la cama, boca arriba, con el techo de
testigo. Exhalas. Te incorporas hasta sentarte. Recoges el calcetín y lo
arrastras despacio sobre la piel, para que no se caiga la piedra. La sientes,
resguardada. Te estiras hasta el zapato que está casi sobre la almohada. Te lo
pones. Te levantas. La sientes. Sales de tu casa más tranquilo, cierras la
puerta despacio, llamas al ascensor y marcas sobre el botón del segundo sótano,
el del garaje. Te acomodas sobre el asiento y giras la llave de contacto.
Mientras se abre el portón escuchas el ruido del motor. Plantas el pie sobre el
pedal y la sientes. Aceleras.
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Si es que somos de costumbres...
ResponderEliminarBesotes!!!
Pues sí, nos acostumbramos (¿o nos acostumbran?) a todo...
Eliminar¡Muchas gracias, Margari, y un besazo!