Hoy os traigo a mi blog el relato de un amigo, Santiago Herreros. Hace tiempo que quería enseñároslo y por fin lo hago. Solo os pido que lo disfrutéis. Os dejo con mi amigo Santi.
INMÓVIL
Llovía, pero
también lucía el sol. Un único nubarrón negro y amenazante estaba aposentado
sobre sus hombros. Llovía intensamente, con grandes goterones de agua, pero el
resto del cielo estaba curiosamente azul. Decidió esperar a que pasara la nube
guareciéndose en el portal de su casa. Pero ni modo… Después de esperar un buen
rato, la misma intensidad del agua, el mismo soniquete de las gotas golpeando
el adoquín provocando un irremediable sopor. Pasaban los minutos y todo permanecía
extrañamente inmóvil. Como hacía a menudo para evitar el desconcierto trató de
pensar en algo que le distrajera. Fue entonces cuando se dio cuenta de algo
insólito. La calle, por lo normal atestada de coches, estaba increíblemente
desierta. Esto le pareció tan gran anomalía que, por un asunto de higiene
mental, asomó con curiosidad la cabeza a expensas de mojarse, para divisar a lo
largo y ancho de la avenida. Efectivamente, no sólo carecía de autos sino que
tampoco había ningún transeúnte. Le resultaba todo inconcebible; una avenida
tan concurrida en estas horas del mediodía, con los habituales y ruidosos
atascos a la entrada del túnel, se hubiera convertido en ese páramo. Le pareció
una alucinación. No recordaba en los cuarenta años que llevaba viviendo en esa
casa que hubiera ocurrido algo parecido. La primera idea que tuvo ante tal
prodigio fue la de que estuviera en un sueño. Hizo algunos intentos para
cerciorarse de que así fuera. Se pellizcó el brazo, se frotó los ojos, trató
con denuedo de forzar la voluntad y despertarse. Pero, fracasados sus intentos,
comprobó que la nube seguía ahí sin moverse, descargando con la misma saña sus
goterones, y el silencio, ahora si se daba cuenta del extraño silencio que existía,
seguía imperturbable. Entonces tuvo un momento de pánico que trató de combatir
mediante un esfuerzo racional. Y así llegó a varias conclusiones: Primero, que
obviamente no estaba soñando. Segundo, que en el tiempo que llevaba en tales
disquisiciones, ni un solo ser vivo, ni ningún auto, habían pasado por su espacio
visual. Y tercero, y eso era lo que más le inquietaba, en las alturas nada
variaba; la nube impertérrita, la lluvia sin cambios de intensidad y alrededor
de ella un azul intenso.
Todo le pareció
tan absurdo, tan inconcebible, que por un momento le alejó la preocupación de
encontrarse en esa situación. Decidió buscar al portero de la finca para tener
ayuda en la interpretación de tan extraño suceso. La puerta estaba semiabierta
y llamó con los nudillos. “Eusebio, Eusebio”, dijo levantando un poco la voz,
que le sonó metálica, casi con eco.
Tenía la certeza de que era un disparate, pero se atrevió a salir a la
calzada. Estaba excitado, creía ser el protagonista principal de algún
acontecimiento insólito y debía estar preparado para ello. Todo, a excepción de
él, detenido en el tiempo... o ¿habría alguien más? La idea de que no estuviera
solo le produjo por un momento cierto desconcierto, pero la idea le terminó
resultando tranquilizadora. Había caminado con rapidez, cruzando calles sin apenas
darse cuenta. Una tras otra mantenían la misma quietud. Ya no le llovía encima,
había salido de la nube, pero sentía el cuerpo húmedo y frío. Tenía creído que
iba sin rumbo cuando, de repente, le pareció oír un sonido tenue, pero
prolongado, que escapaba del silencio al que ya estaba acostumbrado. Aguzó el
oído. Puso toda su atención. Y efectivamente algo como un susurro agudo le
llegaba diáfano. Rastreó el aire para atraparlo y siguió su estela por avenidas
y luego callejas que todas, extrañamente, le resultaron familiares. En poco
tiempo el sonido se le hizo tan intenso que podía deletrear en él y tan
conocido como si lo hubiera escuchado toda su vida. Era el gemido de su madre,
sin duda. Fue cuando se dio cuenta que se encontraba en la casa en que nació.
Su vieja casa de Tetuán. Podría acomodarse donde solía hacerlo cuando era niño
y esperar la siempre puntual llegada de su madre. Sentir en esa escena
cotidiana toda la inmensa alegría que le sazonaba, esa soberbia seguridad de
que no estaba solo, de que no estaba desprotegido. Se sentó en el banco del
vestíbulo y saboreó por unos instantes el calor que recibía de la ternura de
sus propios pensamientos, hasta que el gemido que salía de la habitación de al lado
llenó todo el espacio. Se acercó a la puerta entreabierta y se sobresaltó al
ver a una mujer sentada en el borde de la cama que sollozaba con las manos
ocultando el rostro. Una congoja se le inició a la altura del estómago y tuvo
un deseo irrefrenable de acercarse a la mujer, abrigarla con sus brazos.
Susurrarle al oído: “No estés triste, mamá. Me tienes a mí... No llores más...
Por favor, no llores más...” Pero se quedó inmóvil junto a la puerta. Estaba
tan asustado que el miedo le impedía moverse. Era, ahora, tan grande su
angustia que no recordaba si alguna otra vez hubiera sido distinto. A pesar del
desconsuelo y la pena se dio cuenta que el recuerdo le había traído una imagen,
por primera vez en su vida, nítida de su padre haciéndole carantoñas. Huyó
apesadumbrado de la escena, de sus recuerdos, de sus pensamientos, de sus
visiones... Corrió, corrió, o eso parecía. Atravesó, de nuevo, calles, muchas
calles. Lugares que ya no le decían nada, hasta que totalmente desorientado se
sentó sobre un poyete de una vieja plaza.
Allí
se dio cuenta de que no había ningún olor. De que en ningún momento lo había
habido. Todo a su alrededor carecía de olor. Y de eso fue consciente cuando
percibió, de pronto, un ligero aroma que se movía inconfundible entre la nada.
Primero le reconfortó y luego le invadió un grato estallido de bienestar. Sin
embargo le costaba trabajo captarlo. Poco a poco fue llenándose de él. Y aunque
se moviera de un sitio a otro, ya no podía substraerse a esa fragancia, a un
olor apenas perceptible, pero que desde luego reconocía. Provenía de una niña
de largas coletas que a escasos metros le sonreía. Le miraba con tanta ternura
que se sintió desarmado. Si pudiera tocarla, si pudiera fundirse en ella. Amar,
amar..., de la misma manera que la primera vez, cuando descubrió ese
sentimiento puro, ingenuo, desbordante. Se sintió tan emocionado que lloró con
desconsuelo. La imagen de la niña con sus trenzas se nublaba frente al torrente
de sus lágrimas. Y pensó que la vida sólo lo es por ese sentimiento que él una
vez, una efímera vez, conoció.
Buscó,
de vuelta, su casa. Era curioso. Seguía lloviendo de la misma manera sobre la
fachada, pero algo había cambiado. No sabía bien si acaso fuese el que antes
salía del portal y ahora entraba. Unos delicados golpes de nudillos sobre una
puerta le llamaron la atención y una voz apremiante se colaba por sus oídos:
“Don Arturo, Don Arturo,... ¿se encuentra bien?... Don Arturo, Don Arturo...
Siguió sintiendo áspera la soga alrededor de su cuello, calibró firme el deseo
de librarse del mal que le afligía. Entonces en un instante comprendió todo.