LAS VIDAS DE JULIO

ESTACIÓN DE CERCANÍAS
Acelera el paso mientras el sonido del tren se acerca a la estación. El andén está repleto. Las puertas se abren y nadie sube. "¿Qué pasa? Están hoy sin ganas de ir a trabajar, por lo que veo. ¡Perdón, perdón!” La chica de cabellos rizados se mueve hacia un lado para dejarlo pasar. “¡Qué mirada tan rara me ha echado! Pues el vagón no va tan lleno como para que se esperen al siguiente tren. Y no suben… ¡Ellos sabrán!” Sortea brazos conectados a variados aparatos electrónicos (móviles, tabletas, libros electrónicos) y se coloca frente a un hombre que está sentado manejando los dedos a velocidad supersónica sobre la brillante pantalla. El tren se pone en marcha. Echa un vistazo a su alrededor. “Hoy debe de ser el día de la electrónica, creo que soy el único que no va jugando con un cacharrito de esos. ¡Joder!, cómo les brilla la piel, parece que cada poro es un led”. El hombre sentado enfrente de él va perdiendo color. Julio se frota los ojos. “Cada día me lloran más por la mañana”. No son sus ojos, es ese hombre que, por momentos, parece que se evapora, desaparece, aparece y, por fin, el asiento se queda vacío. “¿Nadie se mosquea? ¿Solo lo he visto yo?” Los demás siguen atentos a sus pantallas: una película, un video-clip, las palabras finales de un último capítulo. No sabe qué hacer. Se sienta. El silencio del vagón se convierte por momentos en un guirigay que no alcanza a comprender. Los mira y ve que ni siquiera abren la boca, están todos callados. Los gritos, cada vez más desesperados, siguen llegando a sus oídos. Entonces, ellos, se apagan, se encienden, desaparecen, aparecen y, por fin, se ve sentado entre las vías del tren mientras la multitud congregada en el andén le chilla. Una potente luz se acerca hacia él. De un salto, se pone en pie y atraviesa las vías. Y, de otro, se arroja sobre el pavimento del andén. Tumbado, boca arriba, mira al techo mientras el tren se detiene en la estación.

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